La película finge reírse de la arrogancia con la que muchos estadounidenses viajan por el mundo, aunque en realidad prefiere comportarse como ellos apoyándose constantemente en caricaturas racistas. En general, los dos personajes están trazados de forma tan vaga y resultan tan fundamentalmente antipáticos que es casi imposible interesarse por ellos pese a las repetidas dosis de sentimentalismo que el director Jonathan Levine acaba insuflando al relato. Al final, todo cuanto Descontroladas ofrece son un par de chistes decentes.