Para buena parte del público, la saga Transformers y su director, Michael Bay, existen para ser odiados: son la prueba de que para tener éxito una película no necesita una buena historia, ni buenas interpretaciones, ni un buen guion, ni nada. Esta cuarta entrega, sin ir más lejos, ha sido vapuleada con saña por la crítica americana. Al mismo tiempo, ya ha recaudado más de 750 millones de euros en todo el mundo, buena parte de ellos en China --algunas escenas de la película fueron rodadas allí e incluye tanto a una famosa actriz china como flagrante product placement de marcas locales--, que se suman a los casi 2.250 recaudados en su momento por sus predecesoras. Pero si hay coincidencia en que las películas son terribles, ¿por qué triunfan tanto?

Una respuesta inmediata es que conectan con el chaval que todos llevamos dentro, tanto con el niño que solía jugar con robots como con el adolescente para quien no hay nada tan orgásmico como contemplar cosas que explotan a cámara lenta. A sus 49 años, Bay retiene un entusiasmo por la destrucción similar al de un niño. Y ese entusiasmo se contagia.

Transformers ofrece además lo que necesita la audiencia de una película sobre robots alienígenas gigantes que hablan y se convierten en coches y aviones. Todo sucede rápido y es imposible de entender, de modo que lo mejor es dejarse llevar. No hay un lenguaje que decodificar, ni significados ocultos; podemos sentarnos en la butaca y desconectar, porque Bay nos dirá en todo momento qué debemos sentir exactamente acerca de cada situación, cada personaje y cada parte del argumento, y en cada plano nos ofrecerá una recompensa emocional instantánea.

Mientras tanto, nos suministra mensajes con la potencia y falta de sutileza de quien lanza una granada de mano --salpimentados con estereotipos raciales, contundente xenofobia, frecuente homofobia y jocosa misoginia--. Tanto Shia LaBeouf en las tres primeras entregas de la saga como Mark Wahlberg en esta cuarta --y como todos los protagonistas de sus películas-- son tipos normales naturalmente preparados para convertirse en héroes en el transcurso de dos horas y pico de metraje. Todos somos gente corriente, nos dice Bay, hasta que asumimos nuestro destino y nos convertimos en excepcionales.

Signo de los tiempos

Por último, estas películas conectan con el signo de los tiempos. El espectador medio actual va a los multicines a ver Capitán América o Godzilla o Transformers para no olvidar que a este mundo nuestro hay que tenerle miedo, de que fuerzas desconocidas y a menudo irracionales pretenden destruir nuestro modo de vida, y de que no pasa nada porque, al final, un puñado de robots nos salvarán del apocalipsis. Es decir, vamos al cine a que nos cuenten cuentos: todo el mundo sabe que, en el mundo real, los drones y demás inteligencias artificiales nos acabarán convirtiendo en sus mascotas.