Se sabe que Chardin pintaba sus cuadros lentamente, pincelada a pincelada, corrigiendo y borrando. La luz de sus cuadros, reflexionó John Berger, protege la espera y decide la presencia. Y tras esa luz hay un mundo de sombras. Un mundo de sombras que se aloja en la luz turbia de los cuadros de María Buil (Zaragoza, 1970). Creo que Félix Romeo lo percibió siempre que tomó posición ante sus pinturas y escribió sobre ellas. «Tienen luz de pesadilla», dijo de las habitaciones en las que aparecen diferentes personajes que, en realidad, son cuerpos a la espera. Romeo no quiso descifrar los sueños quizás porque sabía, como advierte Santiago Alba Rico, que durante toda nuestra vida somos «un cuerpo» y que el cambio más temido y radical es la muerte, el momento en que el cuerpo mismo se convierte literalmente en «una cosa»: los cuerpos no son sino coágulos de tiempo; y así los pinta María Buil.

Vísceras y alas tituló María Buil su individual en la sala Juana Francés (2006). En aquella ocasión citó a diferentes artistas barrocos con el ánimo de resolver desde el análisis pictórico las relaciones que pueden establecerse entre la realidad, su apariencia y representación. Convencida de que hay una forma de pensar al óleo, escribió, la reinterpretación de determinadas obras le permitió profundizar en temas como la precariedad de nuestra percepción del mundo precisamente en un momento en que la mayoría parece convencida de lo contrario. Entre las obras figuró Vísceras disfrazadas de ángeles en un Fragonard, un cuadro agitado, convulso, pasional, en cuya superficie el color y la mancha se apoderaban triunfantes del dibujo hasta convertir en vísceras «la belle et grande omelette d’enfants», a la que aludió Diderot para referirse a la pintura de Fragonard.

Una serie de bodegones

En 2008 María Buil presentó en el Torreón Fortea la exposición Retratos-Portraits, una serie de bodegones que tenían en las verduras el motivo para abordar lo que realmente le preocupaba: la resolución del cuadro. Más que la fidelidad a la naturaleza de lo representado -una amplia variedad de coles, cebollas, puerros, calabacines, cardos, alcachofas, acelgas o borrajas-- se propuso fijar en el cuadro sus contornos cambiantes. Una tarea compleja que le exigía realizar múltiples variaciones de una misma verdura con el riesgo asumido de acabar convirtiéndola en algo «desconocido». El ritmo de las pinceladas se adaptó en aquellas obras al tiempo que demandaba la pintura, aunque significara contener el impulso arrebatado de su acción. No en vano se trataba de un proceso de exclusiva naturaleza pictórica cuyo desenlace iba a afectar a la representación de la morfología de las verduras pintadas: en ocasiones reducidas al ritmo nervioso de las pinceladas deshilachadas y delirantes que determinan su extrañeza, y en otras manifiestamente reconocibles y ordenadas para componer bodegones crudos que, como las anteriores, son ajenas a toda dimensión simbólica y alegórica. Lo que no cambió era el tratamiento de la luz. El fondo blanco de los cuadros actuaba como superficie y vacío, como en las acuarelas de Cézanne, de las que John Berger señaló que todos los colores se referían a ese blanco, nunca directamente unos a otros, sino a través del blanco que los ordena y proyecta. Óscar Alonso Molina mencionó a Manet en su texto del catálogo y, en concreto, Une bote d’asperges y L’Asperge (1880). Cuadros de «un solo fruto».

Frutos reducidos a formas y colores, de existencia propia, autosuficiente y autónoma, como diría Norbert Schneider. De Ángel González García es el breve y extraordinario ensayo «La pintura se complica» para el catálogo de Manet en el Prado. Manet, escribió, puso su carne y su sangre y su pelo incluso. Y sobre todo sus nervios. Lo cierto es que la mayoría de los retratos conocidos señalan o destacan ese nerviosismo y profetizan su muerte. Y se pregunta: Si el pintor aporta su cuerpo, qué ha de aportar el espectador. De nuevo, a vueltas con el cuerpo, como habíamos empezado al referirnos a las habitaciones pintadas de María Buil en las que, a veces, hay niños que se miran al espejo. Como en Manet. Ángel González García supo ver y escribió que los niños en los cuadros de Manet se complacen en hacer cosas difíciles delante del espejo, no por narcisismo sino porque han de aprender a estar físicamente en el mundo. Lo mismo que los niños que pintó Chardin, el artista de pincelada lenta a quien tanto admiró Manet, un hombre atacado de nervios, según dijo Bataille.

Cuenta Manuela Mena que en el verano de 1882 Manet alquiló con su familia una casa con jardín en Rueil, cerca de su hermano Eugène, la pintora Berthe Morisot -su modelo preferida, descendiente de Fragonard- y la hija de ambos, Julie Manet. Sentado bajo una acacia, Manet pintaba todo el tiempo que podía la casa, flores recién cortadas y frutas de estación. Hasta el 1 o quizás el 6 de abril de 1883, pintó cerca de veinte pequeños cuadros de flores. Dice Mena que la concisión en el tratamiento de las frutas y de las flores de Manet está en Chardin.

«Quiero que mi pintura se organice». «Y yo solo ir adaptándome». Escribió María Buil en su diario de trabajo en 2008. El 6 de mayo hizo referencia a «retratos de verduras». Las verduras aparecieron repentinamente, cuando estaba pintando retratos y nubes. Y ahí siguen. Junto a flores, retratos de niños y niñas, mujeres y hombres, cuerpos desnudos de mujer, maternidades jubilosas. También pinta retratos de animales que, en ocasiones, son bodegones. Se trata de pintar. Para la exposición Flora y fauna en el palacio de la Aljafería (2016) presentó retratos de un enorme sapo de corral, una oveja y una cabeza de cerdo junto a una galería de retratos infantiles y de la mujer sabia del pueblo donde vive. La mirada reclamaba la atención, si bien era la de los animales la más interrogativa. Pero, cómo situarse ante la mirada de una oveja. En su librito Dibujando con animales, Calder anotó que la pose o, mejor, la falta de pose del animal a menudo resultará un elemento turbador. Una posible clave para mirar los retratos de animales de María Buil.

Cuando María Buil pinta atiende en cada pincelada al exceso, al ritmo, a la inestabilidad, a la metamorfosis, al desorden... que le permiten entrever las luces cambiantes que señalan el camino que ha de seguir su pintura. Pura carnalidad.