LAS RUINAS DE PALMIRA

Conde deVolney

Editorial PUZ

Una obra como Las ruinas de Palmira, que ahora recupera el catedrático Demetrio Castro en una completa edición de las Prensas de la Universidad de Zaragoza, representa una interesante muestra de la Ilustración, con el aliciente de haber sido escrita justo en el momento en que florecía ese movimiento de pensamiento. Fue publicada en 1791, casi coetánea al estallido de la Revolución Francesa, otra consecuencia del espíritu ilustrado. Por si quedaba alguna duda, su autor es Volney -más tarde nombrado conde por Napoleón-, seudónimo que acuñó tomando la primera sílaba de otro alias ilustre: Voltaire. Toda una declaración de intenciones.

Volney, hombre de posición acomodada, se dedicó a viajar como era casi obligatorio entre los intelectuales del momento. Visitó Oriente pero curiosamente no llegó hasta la ciudad de Palmira, cuyas ruinas no obstante le inspiraron su obra más conocida, que parte de un modelo clásico conocido: los restos pasados de una civilización impulsan a quien los contempla a meditar sobre la futilidad de la grandeza pretérita, reducida a meras reliquias.

Volney aprovecha para preguntarse el porqué de tal decadencia. Como buen ilustrado, encuentra la causa en la ignorancia, el oscurantismo y la irracionalidad. Y junto a estas lacras identifica otra que secularmente ha hecho que la humanidad permanezca en las tinieblas: la religión.

Un rasgo que caracteriza a Volney es que no tiene reparo en criticar todas las religiones, desde las animistas al Islam, del cristianismo al brahmanismo. Gran parte de Las ruinas de Palmira repasa dichas religiones, que el autor iguala como impedimentos para el necesario progreso del hombre. Frente a ellas, Volney muestra su fe en que el conocimiento y la razón lleven hacia una sociedad justa, eficiente y feliz para todos. El análisis es ajustado; su capacidad predictiva, quizá no tanto.