Los lobos de Praga quedará como el puente que de alguna manera cierra la bifurcación entre los caminos de John Banville (Wexford, 1945) y Benjamin Black. En el plano estilístico, el intento de fusión es claro. No se deja pasar ni una ocasión para una delicada metáfora; la mirada del narrador se detiene, aunque sea fugazmente, en todo aquello que insinúe una posibilidad de belleza, un destello de sensualidad. Ahí está Banville, el esteta. Y sin embargo, a cargo del ritmo de la narración está claramente Black, asegurándose de que pasen cosas en cada párrafo y de llevarnos de la mano en un movimiento continuo.

En todos los demás planos, la idea de fusionar dos mundos es todavía más explícita. Para empezar, Black abandona el Dublín de los años 50 y también al personaje de Quirke, ambiente e investigador presentes en sus siete libros anteriores. Y lo hace para llevarnos a la Praga de 1599, donde reina Rodolfo II después de descartar Viena como capital para su trono. Resulta que Banville ya publicó en los años 80 una novela, Kepler, ambientada en la misma ciudad y en la misma época. Incluso uno de los personajes más inquietantes de Los lobos de Praga, el enano Jeppe Schenkel, viene de aquellas páginas. Banville es amante declarado de la capital checa y ha contado sus experiencias personales en ella en Imágenes de Praga.

SUBLIME ELEGANCIA

Black toma el mando para contarnos la llegada a la ciudad de Christian Stern, hijo bastardo del obispo regente de Regenburg, impelido por el sueño de hacerse con un lugar al amparo de Rodolfo y allí sumarse a la imaginaria corte de sabios que trabajan en el castillo. Sin embargo, la primera noche, borracho y desorientado, se encuentra con un cadáver en la calle. Es una joven, casi una adolescente, con el cuello cortado. Mientras Stern intenta desentrañar lo que está viendo en la noche helada de Praga, Black y Banville teclean a cuatro manos para mostrarnos en qué medida el horror y la belleza, la acción y la parálisis, pueden conjugarse con sublime elegancia.

Stern comete el error de acudir al castillo y avisar a un centinela, gesto que le granjeará la entrada en el castillo real, pero no con la grandeza que él esperaba. La muerta es Magdalena Kroll, hija del médico personal del rey, y él queda automáticamente convertido en preso y sospechoso de homicidio. Lo salva un delirio romántico y casi absurdo de Rodolfo, que unos días antes ha soñado que llegaba a la corte un cristiano de fuera, capaz de liderar con su conocimiento el avance del reinado. Y se empeña en que el joven Stern tiene que ser ese sabio. Lo primero que hace es encargarle la investigación del crimen, encargo peligroso porque a esas alturas Stern ya sabe que la muerta era amante del propio rey.

Stern es un pésimo investigador y vive bajo la permanente manipulación de los cortesanos. Pero a esas alturas ya solo nos interesa la verdadera protagonista de esta novela: una Praga de época, real y bien documentada, pero enriquecida por todas las licencias fantásticas posibles, una Praga en la que Banville convence a Black de que los crímenes no son tan importantes como los cortesanos, enanos, jorobados y nigromantes, y hasta el propio cielo de la ciudad.

‘LOS LOBOS DE PRAGA’

Benjamin Black (John Banville)

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