«Hermanos, elevemos nuestras voces al Señor y entonemos la oración de la mañana. Bendito Padre omnipotente, tú que moldeaste al hombre a tu imagen y semejanza, tan fuertes, tan viriles, aleja de nuestro cuerpo este mal del diablo…».

Rosa dice por dentro las últimas palabras, como cuando le permitieron incorporarse al coro con la condición de mover los labios sin emitir ningún sonido. Desafinaba. Ahora también se siente así, desafinada. Fuera de lugar. Su brazo derecho ya no puede pegarse más al cuerpo. Aun así, siente la piel de él, siempre buscando el roce. Es su tío, también el hombre que la viola desde los siete años. Ahora ya no, desde el virus ya no puede.

«…nosotros, que somos miembros del cuerpo de Cristo…».

Rosa mueve los labios distraída y su mirada vuela como su mente, hasta que topa con los ojos de María, su hermana pequeña. Ambas se sorprenden boqueando como un pez. Las dos desafinadas. Las dos sin ganas de rezos. Las dos tratando de olvidar el olor de ese hombre que se coló en su casa, en sus vidas y en sus cuerpos. Se miran y se les escapa una sonrisa. De reojo, María ve a su amiga Claudia, también como un pez, también con la burla escondida entre los párpados.

«…mira nuestros cuerpos, nuestros deseos y nuestras necesidades carnales…».

ORACIÓN MATINAL

Una risita reconvertida en bufido escapa de los labios de Claudia. Desde que el virus llegó al pueblo, se impuso la oración de las mañanas. Todos los habitantes acuden a la iglesia. Al pastor se le ve feliz de tanta compañía. El único hombre feliz. Ellos rezan enfervorecidos. Ellas cada vez más en silencio, recordando sus motivos. Para una fue el jornalero de los campos de milpa, para otra el padrastro, el primo…

Para Alejandra, el motivo de su silencio es ese marido suyo que sirve para tan poco. Beber y dañarla, es lo único que sabe. Y hacerle niños. Tres hembras y cuatro varones. A ellos les dice que tienen que tratar bien a las mujeres, pero ¿cómo sabrán comportarse si ven lo que ven? Lo mismo que su esposo vio en su padre y este en el suyo. Y así, hasta perderse en la memoria. Desde que todo empezó, él anda con la mirada clavada en el suelo, como si se le hubiera caído algo que no encuentra. Antes buscaba con afán, ahora parece mantener el gesto por pura nostalgia. Los primeros días bebía menos. Los hombres se juntaban por la noche para hablar y discutir y seguir consejos de viejo. Que si las semillas de calabaza, que si ajo machacado. Pero nada sirve.

De la ciudad llegan noticias de que pronto se repondrán, pero Doña Choma ha leído entre las piedras de cuarzo y no ve la cura. Ahora vuelven a beber, pero se lamentan en silencio.

«…igual que la tierra necesita que la lluvia la empape, las mujeres…».

Ana Paula reza tan flojito que no se la entiende. Mejor. Que no se curen, que no se curen, repite. Y mira su vientre henchido y sueña con su niña. Porque está convencida de que será una niña. Una pequeña preciosa que no tendrá miedo a la oscuridad ni a los caminos ni a la vida. A ella no le pasará lo de la abuela.

Cuando el virus se instaló en la comunidad, la vieja Juana fue la primera en orar como un pez. Su vida se rompió cuando los soldados de Ríos Montt la convirtieron en esclava sexual. Treinta y siete años después, de forma inesperada, ha empezado a reconocer los colores. No deja de pensar que ahora ya no sería posible, aquel dolor capaz de atravesar piel y décadas no podría repetirse. No fue solo la invasión de esos cuerpos, fue también su jactancia, sus risas, su superioridad. Los militares se aupaban en su hombría para sentirse los dueños del mundo. Mataron a su hombre bueno y a su nenita, y a ella le partieron la vida. Y ahora, ¿qué pasará con todos los que son como ellos? ¿En que se convertirán esos que se creen los amos de ellas?

«…sin la simiente de ellos, el cuerpo de ellas se secará, ¿para qué servirá su vientre?».

«Para lo que me salga del…». Las palabras brotan de la boca de Juana. Un susurro seco y áspero, masticado, cansado de tanto silencio. Los hombres, imbuidos por su oración, ni siquiera la oyen, aunque eso tampoco es nuevo. Sin embargo, el murmullo llega alto y claro a Claudia, María, Rosa y tantas otras, como si el sonido hubiera elegido otra onda para unirlas.

Las miradas se vuelven más descaradas, los gestos se sueltan y las sonrisas empiezan a hacerse más y más anchas. Y ya se olvidan de sus rezos de pez y se descosen las suturas de la risa y unas carcajadas, libres y nuevas, recorren los valles y las montañas, hasta poder llegar al mar.

Mañana, tercer capítulo: Año dos.