Ha venido a Zaragoza a presentar su película Roma que es el nombre de una madre argentina fuerte y comprometida que, en los años 60, anima a su hijo a ser él mismo, bohemio y escritor, y que viaje por el mundo y se enamore, aunque ella lo pierda todo. Alfredo Aristaráin (Buenos Aires, 1943) declara que ese fue el nombre y el estilo progresista de su propia madre: "Ella me permitió ser bohemio, cuando trabajaba en una oficina con 16 años y empecé a meterme en lo que era la noche de Buenos Aires. A través de gente del teatro muy de izquierdas conocí a gente de cine y empecé a trabajar en esto desde los 18 años".

La película muestra a aquel otro hijo ahora (José Sacristán) un escritor sesentón y frustrado que dicta su autobiografía a un joven estudiante (Juan Diego Botto) sólo por cobrar el anticipo de la editorial y retirarse. "El hombre recuerda con ojo crítico toda su infancia y su juventud, lo que ha provocado todo lo que es él. Es un tipo que ha perdido el placer por su profesión y por ello, está muerto en vida".

Pero, a pesar del tono arisco, destemplado y lapidario que mantiene el escritor con el joven, "le está pinchando, le está empujando (quizá sea la única acción positiva de su vida) para enfrentar a Cueto a su profesión" declara Aristarain. La cinta no carece de retórica y de frases que se levantan como catedrales góticas: "Necesito el dinero, para no necesitar dinero", llega adeclarar el personaje.

CONFIDENCIAS EN PENUMBRA

El realizador mantiene muchas secuencias en una penumbra confidencial, interiorista, pero afirma que "no hubo un planteamiento filosófico sobre la luz, excepto que las escenas de la infancia fueran luminosas". En cuanto a las iluminaciones interiores asegura que "hay una luz que parece natural y no lo es en absoluto. Está toda muy fabricada. Horizontal y también de abajo. La luz se la juega en cada plano. Si la tienes muy fuerte allí, se rellena con el contraluz".

Todo el filme comienza con un plano fijo a un río que discurre y que suena sin más en ese rodar continuo y caudaloso. Y toda la película es un universo de sonidos interesantes, desde Brahms a Coltrane: "Soy un amante del sonido en el cine pero soy enemigo de la música para cine. La que hay es la que escuchan los personajes. --aclara el director--. Uno pone un disco y suena. La música para cine la considero un subrayado y la rechazo. Me molesta que en una escena de muerte suenen los violines".

Roma está plagada de primeros planos, en la misma línea de las confidencias, pero tampoco traídos a priori: "Es como te los pide la acción. No es que me los proponga. Según lo que está pasando en la escena es donde elijo y digo: Esto lo quiero más cerca, o no". En cuanto a las panorámicas, este director las considera peligrosas: "Es que no tienen corte. Si cortas una panorámica, da un salto la imagen".

El ritmo narrativo lleva al filme por la infancia y la juventud del personaje, mirados en flashback por el viejo escritor. Se silencia deliberadamente la adolescencia y luego se dan saltos de 30 años: "No puedes contar 60 años de la vida de un tipo. Hay que ponerlo en momentos de la historia concreta, no que parezca que vive en Babia. Hay que darle un entorno, la pertenencia a una clase. Buscamos a propósito momentos de transición y no de hechos políticos muy gordos. Porque si pongo: Hoy cayó Perón, y si tengo que contar cómo cayó y ahí la enredo".

Aristarain trata de emocionar al espectador sin golpes bajos de puesta en escena. En el plano del escritor viejo ante el río, tras haber contado su autobiografía, era consciente de haberse jugado dos horas y media de película: "Si llega a haber una sola palabra de Sacristán mal dicha se iba todo a pique".