A Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, 1852-Madrid, 1934) le molestaba que le fotografiasen. Al menos de eso tenía fama, y también de su genio un poco brusco. Lo sabemos por el testimonio de Díaz Palomo para el artículo La caza de la imagen en la revista Estampa (8 octubre 1932). Según contó, fotografiar a Cajal fue trabajo arduo. Le habían aconsejado no decirle nada, ni acercarse demasiado, si no quería irritarle. Y así lo hizo: se dirigió al café del Prado que Cajal solía frecuentar y tras fotografiarle al bajar del coche, se las ingenió para seguir con el reportaje parapetado tras un periódico. Convencido de haber pasado inadvertido, Díaz Palomo no supo enfrentar el gesto airado de Cajal y echó a correr enredado en una nube de insultos.

A Cajal le fascinó la fotografía. Lo que no soportaba era que le fotografiasen de cualquier modo y sin pedirle permiso. Él y su familia fueron los mejores modelos de sus fotografías, que le permitían ensayar técnicas y procesos con el ánimo de «comprobar experimentalmente la exactitud de los principios científicos», pues siempre tuvo claro, y así lo expresó, que «triste cosa debe ser, en efecto, vivir condenado a enfocarse a sí mismo, a reemplazar la realidad infinita con la pálida cabalgata de juveniles recuerdos. Mirar hacia sí es tornarse egoísta, desinteresarse de un mundo que no se ve; al contrario, mirar hacia afuera, vale tanto como regalarse con un espectáculo variado e imprevisto; es renovar nuestro haber ideal y moral, solidarizándonos cada vez más con el mundo y sus criaturas».

Una reflexión que cobra todo su sentido en la actualidad, en un momento, además, en que la curiosidad, principio inquebrantable, motor de la ciencia y de la vida intelectual, y de la vida misma, como reivindica Ian McEwan en su último libro Máquinas como yo, parece haber perdido posiciones. «Estoy asqueado de la vida vulgar. Me devora la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas», escribió en sus memorias. La curiosidad, el asombro y la fascinación que sintió ante todo lo que sucedía a su alrededor motivó que, ya desde su juventud, se dedicara a descubrir sus secretos y, con ellos, los misterios del pensamiento. La observación de los fenómenos naturales, su pasión por la ciencia, su afición por la pintura y el dibujo, por la lectura y la escritura, y por la fotografía, fueron construyendo un talante tenaz y comprometido con la tarea de superar el escaso y lamentable desarrollo científico español.

INSTRUMENTO PERFECTO

En la fotografía encontró Cajal el instrumento perfecto para «mirar hacia afuera» y el medio más adecuado para experimentar cuestiones técnicas de aplicación científica. En definitiva: «Un ejercicio científico y artístico de primer orden y una dichosa ampliación de nuestro sentido visual. Por ella vivimos más, porque miramos más y mejor. Gracias a ella, el registro fugitivo de nuestros recuerdos conviértese en copiosa biblioteca de imágenes, donde cada hoja representa una página de nuestra existencia y un placer estético redivivo. Y es algo más. Constituye también medicina eficacísima para la decadencia del cuerpo y las desilusiones del espíritu; seguro refugio contra los golpes de la adversidad y el egoísmo de los hombres. De mí sé decir que olvidé muchas mortificaciones gracias a un buen cliché, y que no pocas pesadumbres crónicas fueron conllevadas y casi agradecidas al dar cima a feliz excursión fotográfica. Privilegio de la fotografía, como del arte, es inmortalizar las fugitivas creaciones de la naturaleza. Gracias a aquélla, parecen revivir generaciones extinguidas, seres sin historia que no dejaron la menor huella de su existencia. Porque la vida pasa, pero la imagen queda».

Mucho se ha escrito sobre Cajal y la fotografía; estudios, y aproximaciones como esta, que siempre e inevitablemente han de citar las experiencias y reflexiones teóricas de Cajal. Lo dejó todo dicho. Apenas es preciso contextualizar los testimonios que podemos leer en sus artículos y libros de memorias. En 1912 apareció Fotografía de los colores. Bases científicas y reglas prácticas. Se trataba, explicó Cajal en la introducción, de resumir, de forma clara y metódica, los principios teóricos y reglas prácticas de la fotografía en color, siguiendo las huellas y aprovechando las enseñanzas de reconocidos tratadistas extranjeros, teniendo en cuenta la ausencia en España de este tipo de obras. Pese a ser novedad, el libro pasó inadvertido. «¡Lástima grande que hayamos nacido demasiado temprano!», se lamentaba Cajal: «La ciencia infatigable nos lleva de sorpresa en sorpresa, y cada invención es un placer arrebatado a nuestros abuelos. Los que vamos para viejos, ¡cuánto daríamos ahora por poseer fotografías en color de nuestros progenitores en plena florescencia de fuerza y juventud!».

Debía de tener ocho o nueve años, recordó, cuando durante un castigo escolar en una habitación casi subterránea que le procuraba calma y recogimiento para pensar en las travesuras del día siguiente, sin más luz que la que entraba por las grietas de la ventana desvencijada, tuvo la suerte «de hacer un descubrimiento físico estupendo, que en mi supina ignorancia creía completamente nuevo. Aludo a la cámara oscura». Y ahí empezó su «apego al reino de las sombras». Pasó el tiempo y, en torno a 1868, quedó fascinado en Huesca con el revelado de unos fotógrafos ambulantes, «limpios de toda curiosidad intelectual», a quienes solo importaba la ganancia de su trabajo. De 1870 son sus primeras fotografías; y por entonces parece que inició una Historia de la fotografía que pronto abandonó para continuarla en la década siguiente. Durante su estancia en Cuba como médico militar (1874) dedicó tiempo a la fotografía en cuyo conocimiento profundizó mientras convalecía de una grave afección pulmonar en Panticosa y en San Juan de la Peña (1878). «Grandes médicos son el sol, el aire, el silencio y el arte».

Experimentó diferentes técnicas: el colodión húmedo quedó atrás con la aparición de las placas secas al gelatino-bromuro, que decidió fabricar: «Me pasaba las noches en un granero vaciando emulsiones sensibles, entre los rojos fulgores de la linterna y ante el asombro de la vecindad curiosa que me tomaba por duende o nigromántico», como le sucedió al médico protagonista de su cuento La casa maldita. La aplicación de la nueva técnica y su enorme interés por la visión estereoscópica, quedan patentes en el importante registro fotográfico de paisajes, escenas familiares, viajes y excursiones. Los secretos de la fotografía en color, y la experimentación de diversos métodos y procedimientos para sus investigaciones histológicas le mantuvieron activo hasta que «la terrible catarata senil, empañando nuestro objetivo ocular, baje el telón sobre el mágico teatro de la vida».