Chile enmudeció ayer. La muerte de Nicanor Parra, a los 103 años, tuvo el mismo efecto que la sacudida de un rayo sobre el cielo de la cultura. Por unas horas, lo relevante y lo banal quedaron en suspenso. La casa del fundador de la antipoesía en la localidad balneario Las Cruces, a 118 kilómetros de Santiago, se convirtió en un lugar de peregrinación. El escritor hizo tanto y de todo que las palabras se empequeñecieron para nombrarlo.

Toda gran historia -y la suya lo era- tiene un comienzo, en San Fabián de Alico, en la región del Bío Bío. Su marca de nacimiento quedó reflejada en Epitafio, el antipoema que forma parte de Obra gruesa, libro publicado hace 49 años. Ahí se definió simplemente como «hijo mayor de profesor primario, y de una modista de trastienda».

La poesía pudo perder al hombre que obligó a pensar los modos de escribir y entenderla, porque Parra quiso en un principio, y puede parecer desconcertante, entrar a la escuela de policía. Los protocolos de admisión lo dejaron fuera: el gigante de la letra no tenía estatura suficiente para vestir uniforme. Se acercó a los libros, pero también a los números. Primero las matemáticas, luego la física y, en medio, el inicio de la experimentación con la palabra. En 1937 publicó su Cancionero sin nombre, que le valió el Premio Municipal de Santiago. Vinieron luego Poemas y antipoemas (1954), Versos de salón (1962), Canciones rusas (1967), Artefactos (1972) y Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977). La máquina creativa no se detuvo. A continuación le siguieron Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979), Chistes para desorientar a la policía (1983), Poesía política (1983) y Hojas de Parra (1985), entre otros.

El apellido Parra tiene una doble y profunda inscripción en la cultura chilena y latinoamericana. Fue el hermano mayor de Violeta, la notable poeta y folclorista. Ella creció en cierta manera bajo su mirada.

LA REVOLUCIÓN CUBANA

El escritor saludó la Revolución cubana y, como Pablo Neruda, pero de manera distinta, también tuvo fricciones tempranas con el castrismo.

Su gran legado, naturalmente, no pasa por la agudeza y el sarcasmo de muchas de sus frases. Es a partir de la antipoesía y de cómo subvierte la tradición de un país y a una región de poetas, anclándose en el habla cotidiana, lejos del lirismo, así como en sus trabajos visuales, donde deja fundamentalmente su marca. Moulian observa a Parra como un crítico de la modernidad que rechazó por igual tanto el capitalismo como el socialismo, entre otras cosas por razones estéticas.

Cuando cumplió un siglo, el país y el mundo lo recordaron con entusiasmo y con la secreta ilusión de que, a su modo, estaba ejerciendo una sutil forma de eternidad. Pasó los últimos años en Las Cruces, siempre atento a lo que lo rodeaba. Antiprosa fue su último libro original, publicado hace tres años. En España se conoció en noviembre pasado su antología El último apaga la luz (Lumen). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura (1969), el Juan Rulfo (1991) y el Cervantes (2011).

Los diarios chilenos no olvidaron que murió el mismo día que Salvador Dalí y Pedro Lemebel, uno de los más importantes narradores de la posdictadura. De acuerdo con El Mercurio, compartieron con Parra «más de una convicción en vida». Y el impacto que causó su deceso obligó a la alta dirigencia política a no pasarlo por alto. «Chile pierde a uno de los más grandes autores de la historia de nuestra literatura y una voz singular en la cultura occidental. ¡Estoy conmovida por el fallecimiento de Nicanor Parra! Mi más profundo pésame a su familia», subrayó Michelle Bachelet.

El sucesor de la presidenta, el magnate Sebastián Piñera, es conocido por su escasa afición a las letras, pero también tuvo que decir algo: «Fue un hombre que llenó las páginas de nuestra historia con su talento imaginación e irreverencia». Para Piñera, Parra «fue una verdadera bendición, murió como a él le habría gustado morir, mirando la casa de Neruda y muy cerca de la tumba de Huidobro».