De los cinco restaurantes estrellados de Aragón, dos cuentan con mujeres al frente de sus cocinas y negocios. Un porcentaje que supera de largo el habitual en el resto del país, donde las jefas de cocina, las cocineras, ocupan poco espacio en páginas, imágenes, blogs y congresos varios. Lo que por otra parte, no debe sorprender -sí, indignar- ante la avalancha de datos que hemos recibido estos días acerca de la situación laboral de la mayoría de ellas.

Sin embargo y paradójicamente, la mayoría de los conspicuos chefs españoles atribuyen a sus madres gran parte de su vocación y profesionalidad, no serían lo que son sin ellas -obviedad, ni siquiera hubieran nacido-. ¿Qué se quiere decir entonces? ¿Qué la trasmisión de la cultura gastronómica reside en las madres, pero la puesta en valor y las mieles de la fama las ostentan y disfrutan los hijos, varones?

No va a entrar uno en las típicas y habituales disquisiciones sobre el porqué de esta situación -lo duro del trabajo, la dedicación que exige, etc.-, dado que sucede lo mismo en otras profesiones. Excepto en que, por ejemplo, ni banqueros ni deportistas suelen atribuir a su madre el origen de sus éxitos.

Tenemos numerosos ejemplos en nuestra tierra de magníficos establecimientos hosteleros o industrias agroalimentarias -más bien pequeñas, eso sí- dirigidos por mujeres. Faltaría más, pero la presencia de ellas sigue siendo exigua en grandes empresas, grupos hosteleros, asociaciones profesionales -escandaloso, por más que sean menos en número- y medios de comunicación.

Tampoco quiere caer uno en los tópicos de la mayor profesionalidad de las camareras, el mayor cariño de las cocineras hacia sus fogones o la sensibilidad de las agricultoras y ganaderas hacia sus trabajos. Pero lo cierto es que su presencia, muchas veces callada y oscura, debería visibilizarse mucho más, ponerse en valor de una vez.

Igual que sus sueldos y como en el resto de los sectores, por otra parte.