«He perdido la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa», escribió Philipp Chandos al filósofo Francis Bacon, el 22 de agosto de 1603. Decidió entonces abandonar la escritura, sabedor de que «todo se descomponía en partes, y cada parte en otras partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto».

Hugo von Hofmannsthal, nacido con voluntad de ruptura y disgregación, al decir de Claudio Magris, expresó en su Carta de lord Chandos (Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, Madrid, 1982) «el naufragio del yo en el fluir convulsionado e indistinto de las cosas», que trastornó al joven escritor sumido en el vértigo de mirar. Lo fugitivo acabó imponiéndose ante la imposibilidad de cualquier jerarquía que ordenara el mundo, solo cabía confiar en la imaginación; facultad, al decir de Baudelaire, casi divina por ser capaz de percibir «fuera de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías».

La imaginación, señala Georges Didi-Huberman, no solo acepta la múltiple sino que goza con lo múltiple, y no para resumir el mundo o reducirlo a un esquema, sino para detectar nuevas relaciones íntimas y secretas, nuevas correspondencias y analogías, que serán «siempre inagotables, como inagotable es todo pensamiento de las relaciones que cada montaje inédito será siempre susceptible de manifestar». Es así que leer el mundo significa para Didi-Huberman vincular las cosas del mundo, ponerlas en juego. Tarea a la que Nacho Bolea (Zaragoza, 1966) dedica su tiempo, proponiendo en sus collages, ensamblajes y objetos la construcción de una geografía emocional según un orden que le ayuda a sistematizar y organizar los fragmentos elegidos en cada obra; aun cuando será su confianza en lo irracional el impulso que activa las relaciones secretas entre las cosas, responsable de la tumultuosidad y plasticidad de las imágenes, siempre en continua mutación, y también del anuncio de la posibilidad de una segunda vida de las cosas, secreta y huidiza, que intuyera el estudiante Törless de la novela de Musil.

Instrucciones

El collage, escribió Emmanuel Guigon, hay que verlo del lado de los giros y de las separaciones, de las desviaciones, de los procedimientos oblicuos, que conducen el ojo a una especie de persecución alegre. Tanto si aparece disimulado para actuar como si se muestra sin máscara para quedar mejor disimulado, sería un pensamiento astuto, difícil de comprender, obligando al espectador a multiplicar sus puntos de vista, a tener diversas visiones. No puede pensarse, concluye, fuera de semejantes extravíos, cuando el paisaje no cesa de cambiar, cuando la identidad de cualquier cosa se vuelve incierta. Las palabras de Guigon casi parecen instrucciones para aproximarse a las obras de Nacho Bolea.

Debido al proceso de creación de sus collages y ensamblajes, que exigen pausas en el tratamiento de los materiales, Nacho Bolea trabaja al mismo tiempo en varias obras de series distintas, algunas de las cuales permanecen activas. Es el caso de la serie de objetos Los Divagantes que inició en 2001 y cuyo título alude al término ornitológico que designa a cierto tipo de aves que sorpresivamente se presentan en parajes ajenos a su naturaleza; de la serie de collages y ensamblajes Libros de Artistas que desde 2002 se inspira en la obra realizada por artistas de todos los ámbitos de creación a quienes admira y que constituyen auténticos descubrimientos; y de los objetos de Armas de juguetes, en la que trabaja desde 2013. Entre las series concluidas, figuran Ad Marginem -Femmes, Sueños, Maladies-, 24 Fragmentos del Mal Blanco o Imperio y Realezas. Canciones desde la enramada.

Troceamiento del mundo

Más allá de los parámetros conceptuales que guían e individualizan cada una de las series que organizan las obras, el empeño de Nacho Bolea es el de recoger el troceamiento del mundo, pero ¿cómo hacerlo? Bolea vuelve a coincidir con Didi-Huberman: dispone las cosas en un tablero y las observa según su cualidad particular, siempre modificable al antojo de recomposiciones posibles de sus encuentros. Teniendo muy en cuenta que la fragmentación le muestra, como a Baudelaire al decir de Antoni Marí, la pérdida de sentido de la unidad tradicional en que cada cosa era lo que era, para ser una cosa distinta a lo que fue; incapacitada ya para remitir a la totalidad, sino a la fragmentación del todo. Al artista moderno, escribió Baudelaire, se le podía comparar con un caleidoscopio dotado de consciencia, que, a cada uno de sus movimientos, representa la vida múltiple. No tenía dudas el poeta de que eran pocos los hombres dotados de la facultad de ver y «menos aún tienen capacidad para expresar».

«¡Aquí huele a destrucción!», gritó Baudelaire. Nadie le hizo caso. Solo él «parecía ser consciente de que el mundo había sido destruido; los demás no lo notaban, tan acostumbrados estaban ya a vivir entre ruinas», escribió Ángel González García. Fue en el siglo XX, tiempo de devastaciones, destrucciones y construcciones cuando nacieron el collage y el fotomontaje, innovaciones revolucionarias en las artes plásticas que condujeron a la ruptura y destrucción del objeto y de las relaciones hasta entonces mantenidas con el sujeto. El grito de Baudelaire anunció el instinto de destrucción presente en la historia. Sigue activo, bien lo sabemos, aunque no hagamos caso. Desde entonces, una milicia de artistas se convirtieron en traperos que van, corren y buscan entre los paisajes de ruinas los restos con los que reconstruir nuevos escenarios, flotantes y dispersos, siempre discontinuos. La actitud de Nacho Bolea, como la de tantos otros artistas que eligieron vagabundear y pasear por los alrededores en busca de los restos, está teñida de melancolía, como sus collages, objetos, ensamblajes y pinturas, siempre a la deriva. Y en silencio.

Son múltiples las voces que se escuchan en sus obras; no en vano, son el resultado de afinidades electivas que ponen de manifiesto la singular capacidad de Nacho Bolea para imaginar que, como anunciara Baudelaire, no es fantasía, tampoco sensibilidad, sino la cualidad casi divina que percibe las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y analogía. Una facultad, al decir de Aby Warburg, para releer los tiempos en la disparidad de las imágenes, en el troceamiento siempre renovado del mundo, en un perpetuo poner en juego.