La ingenuidad es un valor que se cotiza muy a la baja en un mundo en el que cada vez vende más la idea de saberlo todo y de que poco te queda por aprender.... cuando precisamente cualquier ser humano que se precie de serlo debería seguir el camino contrario. Aun aprendo dejó escrito (y dibujado) Francisco de Goya (del que se acaba de conmemorar su 275 aniversario en Fuendetodos con unos actos con lustre por la presencia real pero que no parece que vayan a trascender a la Historia ni mucho menos) y aunque cada vez se persigue más el salirse del camino trazado y el obviar que, al fin y al cabo, el espíritu humano no es tan diferente que el de hace varios siglos, debemos reivindicar el aprendizaje constante y, sobre todo, la capacidad de asombro.

Dos cualidades que deberían ser los pilares básicos de cualquier actividad cultural, tanto emisora como receptora. Mirémoslo fríamente, si desaparece la capacidad para sorprendernos ante un hecho cultural, estamos muy cerca del encefalograma plano que no es otra cosa que la constatación del fallecimiento. Sin esa capacidad de recrearnos una y mil veces en nuestro cuadro favorito (más bien en plural, que elegir solo uno no se lo recomiendo ni a mi peor enemigo), de guardar un libro en la biblioteca porque sabemos que, en algún momento, volveremos a ese pasaje que parece sacado de nuestra propia vida y que podríamos releer y releer, de poner esa canción que nos hace vibrar en nuestra lista de favoritos... Sin nada de eso, no estaríamos siendo capaces de disfrutar con la cultura de la forma para la que ha sido creada esa cualidad.

Y esa capacidad de asombro que nos puede producir enfrentarnos a un hecho cultural está íntimamente ligada al aprendizaje constante. Plantarse, como decía antes, en el momento de la creación de un hecho cultural solo se puede realizar desde la autoexigencia del aprendizaje constante. O, al menos, así debería hacerse. Agarrarse a una fórmula exitosa (habitualmente vacua en cuanto a su concepción intelectual y probablemente teórica) sin la necesidad de ir más allá, de buscar el cambio que pueda provocar la generación de nuevos espectadores o, lo que es más importante (sí, el público no lo es todo), de abrir nuevos canales en la forma del artista de estar en el mundo y de relacionarse con el resto de seres humanos que en él se encuentran, tiene un valor tendente a 0... a pesar de que la ingenuidad es un valor que algunos tratan de ningunear en este siglo XXI.

La historia de la cultura está llena de genios que no se lo creían y que afrontaban cada creación como si fuera la primera con la esperanza de que gustara entre una sociedad a la que cada vez estamos, entre todos, minusvalorando más. No es el momento ni podemos permitirnos el dejarnos arrastrar por la vacuidad y la inmediatez que se trata de imponer una interesada parte de la sociedad porque corremos el riesgo de que se lleve por delante lo característico del hecho cultural. Crear una línea industrial de la cultura no es más que el camino al encefalograma plano del que hablaba antes. ¿Y saben cuál es la consecuencia de eso, verdad?

Por lo tanto, disfruten lo que puedan, asómbrense todo lo que les permita su propia concepción humana y, sobre todo, sean exigentes con ustedes mismos como receptores del hecho cultural y con los emisores también. Nos va la supervivencia, como especie que razona y es crítica con lo que le rodea, en ello. La mayoría de la sociedad no es como nos la venden. Hay que gritarlo alto y claro, por muchas redes sociales que nos inunden de mensajes similares.