Hollywood Bulevard cortado al tráfico desde inicios de semana, con sus habituales homeless y trastornados callejeros barridos hacia otras zonas. La alfombra roja y las gradas desplegadas ante el masivo control policial. Parafernalia que en España sólo se montaría para el Día de las Fuerzas Armadas. No en vano lo que exhiben los norteamericanos en el día de los Oscar no son sus convincentes tanques y aviones de guerra, sino una fuerza mucho más poderosa y sutil: el dominio de la mítica mundial, la hegemonía de su imaginario, el músculo de su cine, la segunda industria que más divisas les produce.

El teatro Kodak es una cómoda y vistosa nevera donde más de 3.000 personas nos helamos con el gélido aire acondicionado que garantiza que a nadie se le correrá el maquillaje con el sudor de su frente. A la entrada, en el desfile, la comprobación una vez más de que Dios aún está muy por encima de los cirujanos plásticos. Colágenos y siliconas quedan en ridículo ante la sexual belleza de Catherine Zeta-Jones, la infalible Julia Roberts o la única Diane Keaton. Naomi Watts y Nicole Kidman reparten los cubitos de hielo de su perfección, pero palidecen ante la serena belleza de Robin Wright, eterna mujer y exmujer de Sean Penn, que recoge el Oscar al mejor actor justo cuando las malas lenguas opinan que tanto él como Tim Robbins en Mystic River hacen un sobreejercicio de lo que aquí llaman show off .

Clint Eastwood, sentado con su madre, no se mueve de la butaca ni en los descansos publicitarios. Por allí van desfilando los que quieren saludarle y él les posa una mano en la espalda y los invita a sentarse en el brazo de su butaca. Elegante, se sabe perdedor de antemano. Francis Coppola, por contra, se pasa largo rato frente a la tele del bar, esperando a que le llegue el turno de presentar el premio al guión adaptado y aplaudir a la italiana el Oscar al guión original para su hija Sofia.

La triunfadora de la noche es la cantante cubana Lucrecia, a la que cada dos segundos paran para felicitar por su pelo y por la banda sonora de Balseros , y yo, a su lado, me hago pasar por su novio para ser envidiado un rato, mientras ella me explica que su peluquero de Barcelona ha empleado 20 horas en tejer sus trenzas de colores. Al sentarme me toca al lado Paulo Lins, el guionista de la brillante Ciudad de Dios que se queda sin nada tras cuatro nominaciones. Confirmación de que el cine extranjero es considerado útil complemento para engrandecer aún más el poderío hollywoodiense y engañar al personal haciéndole creer que la ganadora es la mejor película del mundo. Carlos Saura, tres veces nominado, me decía horas antes que él la tercera vez ya no acudió a la ceremonia y que habría que empezar a ignorar las invitaciones.

Billy Crystal arranca la gala con un ritmo magnífico, humor inteligente y sangre fría. Hasta que, con la monotonía habitual en estas galas, se hace urgente escapar a la barra libre y aguardar a que la original belleza de Uma Thurman te pase rozando el brazo. Lo más interesante es asistir a la precisión milimétrica de los cambios de escenografía y la inteligente distribución de los 120 extras vestidos de gala que ocupan las butacas vacías de la platea cuando ganadores y perdedores empiezan a desertar.

La política apenas se roza para no manchar el negocio. Aquí con el dinero no se juega. Gana el entrañable Peter Jackson. Quizá injustamente, un trepilla consuela a Eastwood, impasible, diciéndole que la película ganadora seria kitsch en unos años. "Cartón piedra del siglo XXI", añade. La verdad es que yo de estas cosas no opino. Me largué todo lo aprisa que puedo a la fiesta catalana de Balseros . A los que nos gusta el cine estas cosas de los premios nos produce un gran escepticismo. Todo es más pequeño y más modesto visto de cerca. No vengan nunca.