Daniel Alarcón nació en Perú en 1977, pero ha vivido en Estados Unidos desde los 3 años. Consignemos que escribe en inglés, pero demos por concedido el permiso para colgarle la etiqueta de latinoamericano. Hablando de etiquetas, las tiene todas: ha figurado en las listas de promesas auspiciadas por The New Yorker, Granta y los 39 del Hay Festival: incluso en su currículo más sucinto resuenan figuras míticas para su generación: taller de Iowa, becas Fullbright y Guggenheim, premios de la fundación Whiting y del Washington Post, colaboraciones en los medios más cool del momento. La expectación se ha edificado, hasta ahora, sobre los cuentos reunidos en Guerra a la luz de las velas y en El rey siempre está por encima del pueblo, la novela Radio Ciudad Perdida y la novela gráfica Ciudad de Payasos. Esta última entrega, De noche andamos en círculos, confirma sin lugar a dudas que su ambición está, por lo menos, a la misma altura que las expectativas.

Estamos en Perú, aunque no se nos dice el nombre. Violencia estatal y guerrillera. Henry Núñez, líder de la compañía teatral Diciembre, escribe una pieza de teatro absurdo llamada El presidente idiota, destinada a denunciar y caricaturizar los abusos de los dictadores. Solo la podrá representar un par de veces antes de dar con sus huesos en la cárcel. La novela empieza 15 años después, cuando Henry sale de la cárcel y recluta a Nelson para participar en el renacimiento de la compañía teatral, con la idea de llevar El presidente idiota en un tour por un país que, como pronto comprobarán, ha cambiado mucho pero conserva en la piel las cicatrices nunca cerradas de la violencia.

Cicatrices de la cárcel

El propio Héctor traerá también a la historia las cicatrices que la herida de la cárcel ha marcado en su existencia. Sabemos, además, desde el principio, que algo tremendo nos espera al final de la historia y esa amenaza se cierne sobre los movimientos de los personajes a lo largo de toda la novela.

Alarcón triunfa sobre todo en la elaboración del sustrato filosófico, intelectual, lleno de las resonancias metaliterarias y posmodernas tan comunes en su generación, pero dotado también de un discurso genuino en torno a la inasibilidad de la experiencia, un baile hipnótico entre lo real y lo aparente. Los propios círculos a los que alude el título tienen clara conexión simbólica con la idea de una historia que da gira sobre sí misma en el tiempo y descubre, a cada vuelta, una sorpresa en el paisaje.

Tanto la cárcel de Recolectores como los pueblos por los que va pasando la compañía teatral se alzan con un valor no meramente contextual y dan mayor profundidad a una novela que, por si todo lo anterior no bastara, contiene también dos tremendas historias de amor y un montón de política.

Quizá algún lector considere que al narrador (un periodista cuya identidad no podemos conocer, que nos cuenta la historia tras entrevistar a sus protagonistas) le falta entidad. O que le sobra. Quisieras pedirle que se zambulla a fondo en la historia o se aparte del todo. Padece por momentos una cierta distancia estructural, una lejanía que puede contagiar cierta frialdad a los sucesos o reducir su impacto emocional, sin debilitar por ello sus enormes virtudes intelectuales.