Hay una manera eficaz y honesta de contar una historia: Cuando hay un escenario claro, un orden sereno en la narración y la alegría de llamar a las cosas con sus nombres. Después de una vida escribiendo, el profesor aragonés Eloy Fernández Clemente debuta como novelista con El portugués (Ed. Doce Robles), y aúna la mirada práctica de la gente sencilla con la observación atenta del erudito. Hay mucho destello periodístico y de crónica en esta historia general que abarca cuatro años (1870-1874), los que el joven lisboeta Joaquim Pedro de Oliveira Martins, teórico del socialismo, pasó en España dirigiendo una explotación de plomo de una compañía portuguesa al Norte de la provincia de Córdoba.

La voz del protagonista suena próxima y confidente desde su llegada: «En un principio, me llama todo la atención: los hatos, ganaderías, casas de campo, ventorrillos… Porque vengo de una ciudad y apenas he hecho vida aldeana… Todo me entusiasma y a veces, sobrecoge». Ese asombro ilustrado por todas las cosas lleva al personaje a una enumeración sonora, armoniosa y deslumbrante, del medio físico. Joaquim Pedro está persuadido de que la civilización reside en que el hombre comprenda gradual y sucesivamente la Naturaleza. Y de ese fondo de pensamiento emerge con detalle el ambiente minero, la gente, el poblado, las estaciones, el campo, el clima social y político en la novela.

La sombra del economista, del historiador, del agitador social y periodista que está detrás del relato, un Eloy Fernández nacido en la Andorra minera, estampa el sello de claridad y precisión al conjunto, como en los relatos medievales de Umberto Eco. A su vez, el magisterio del estudioso de la Revolución Francesa Jules Michelet, atento a la dimensión material de la historia («el que sabe ser pobre lo sabe todo»), impregna desde el fondo el panorama general.

Eloy abre muchas ventanas en esta novela: El amigo boticario ilustrado, Don Vicente, con sus preparados, sus comentarios filosóficos y sus libros; la escuela infantil en el poblado que atiende la esposa de Pedro, las nuevas doctrinas educativas de Fröbel, la pequeña biblioteca, el armario escolar. Se respiran esos parajes cordobeses hasta palpar la miseria. Nada se presta a un deslumbramiento ilusorio. Por el contrario, hay una actitud regeneracionista de base que no da el mundo por realizado y en orden (apto para turistas o viajeros románticos), en trance de ser transformado por la razón, en oposición abierta a los delirios interesados, monarquías, guerras y sacralidades que perpetúan privilegios.

Vida cotidiana y política

Se respira en la novela la vida cotidiana, los viajes a caballo por la sierra, los cambios en la moda impulsados por los Montpensier en Sevilla («Al final, todos vamos a vestir igual…», afirma Juan Valera); los impulsos industriales y del ferrocarril, que aparece privatizado en favor de potentados y caciques; el realismo en artes y letras que entierra al romanticismo, el feminismo incipiente, el federalismo… Y se muestra viva la atmósfera de las ciudades, Madrid, Zaragoza, Córdoba, con los krausistas, las tertulias liberales, los cenáculos de escritores. Hay un amor escondido del protagonista con una discreta enfermera de Almadén.

Desde el principio se asienta y penetra la historia política en este escenario. Cartas desde Lisboa, de los amigos reformistas sin otro poder que la palabra o la amistad. La fallida ilusión de constituir una unión federal ibérica, con Portugal incorporado a España, coherente con la presión periférica (Cataluña ya) frente al castellanismo centrípeta. Isabel II acaba de abandonar el trono. La cuestión de la forma de gobierno y de la libertad agita los espíritus, pero, a estas alturas del siglo XIX las revoluciones son ya sociales, no románticas. Y el republicanismo no sólo es un movimiento de burgueses lúcidos; se ha vuelto popular, apoyado por campesinos y obreros.

Hay un ruido de galerna en la novela: La burguesía se había mostrado progresista, anticlerical, liberal, hasta que se enteró de que su enemigo lo tenía en el campesinado y en la clase obrera, y se fue haciendo reaccionaria. La caída de Napoleón III derrotado por Prusia, la creación del imperio alemán o la Comuna de París, habían marcado un camino nuevo. El protagonista lo vive todo como un testigo activo y lúcido, que reflexiona, observa, escribe y mantiene contactos con los personajes de la época: Costa, Galdós, Valera, Anselmo Lorenzo, Fernández de los Ríos, Giner, Pablo Iglesias. Eça de Queiroz, Lafargue…

Era hora de poner sobre la mesa las razones del atraso portugués y español a partir del siglo XVII: La contrarreforma dirigida por los jesuitas, la centralización política realizada por la monarquía absoluta, y el sistema económico derivado de los descubrimientos, que no fue recogido y liderado por una burguesía activa como en Holanda o Inglaterra. Se desvela que el rigor de los Austrias contra los herejes debía atribuirse, más que al celo religioso, al deseo de conservar unidas provincias que apenas lo estaban por ningún otro lazo. Debilitados los fueros de Aragón y Cataluña y paralizados los municipios por alcaldes y regidores perpetuos

Ideales

Ahora, en los años 70 del siglo XIX, con el atolondrado e «infalible» Pio IX en el solio pontificio, truena (1872) por Europa la consigna de la Internacional obrera: «No más deberes sin derechos; no más derechos sin deberes». Se vive en España y Portugal un movimiento de renovación moral y cultural a través de las reformas de las instituciones sociales, una nueva imagen de la justicia y la recuperación de un ideal colectivo. Los descubrimientos científicos y el industrialismo habían creado una clase obrera bajo un sistema casi militar, asalariados. Se abre paso la idea de que el Estado, proclamando y garantizando los derechos, los usurpa. Sin medidas sistemáticas y reguladoras de la propiedad, de la industria y del crédito, la libertad es un concepto sin contenido.

La burguesía es presa del terror que provoca la organización obrera («soldados no de la guerra, sino del trabajo»), con la huelga como arma. España prohíbe la Internacional, en vísperas del gran cisma entre Marx y Bakunin. Contra la línea marxista que quería la conquista del poder político, los libertarios tratan de destruir todos los poderes en lugar de conquistarlos. En España se vive la ilusión de una República. En Zaragoza, en Barcelona, en Córdoba, prende el movimiento obrero. En París muere Michelet. En Andalucía, las grandes explotaciones se quedan en manos de firmas británicas, mientras el joven protagonista escribe: «los campos se expanden, revientan las aguas por todas partes. Esto es sierra…». Han pasado cuatro años y llega al final: «Y regresamos con lágrimas dulces hacia nuestro destino en Portugal… No fueron posibles los sueños».