A Xavier Dolan llevan tanto tiempo regalándole los oídos que ha dedicado más energías a nutrir su ego que a mejorar como artista. Como resultado, la sexta película que lleva rodada con solo 27 años es la peor de su carrera. En ella cuenta la historia de un joven que vuelve al hogar tras 12 años de ausencia para contar a su familia que se muere, pero no puede porque los miembros de la prole -con un reparto a toda luces sobrecualificado- no dejan de gritar, a él o entre sí.

En otras palabras, Solo el fin del mundo es un persistente peloteo de gritos, lloriqueos y demás muestras de histerismo, tanto más intolerable por cuanto que resulta difícil determinar cuál es el condenado problema de esta gente. Mientras lo ponen verde, el enfermo mantiene un molesto gesto de santurrona compasión, propia de quien perdona a los demás porque no saben lo que hacen. Todos los personajes resultan molestos, pero ninguno tanto como él.

También el amaneramiento, rasgo tan esencial en todo el cine de Dolan como el histrionismo, alcanza aquí niveles paródicos, y no solo a causa de los incontables tics visuales y las terribles canciones pop de fondo. Toda la película es una sucesión de primerísimos planos que a menudo no mantienen entre sí la continuidad espacial. Sobre el papel, claro, el método tiene un sentido -cada personaje ocupa su propia prisión-, pero eso no lo previene de resultar insoportable. A Dolan, es cierto, le sirve para exagerar cada pequeño gesto hasta intentar otorgarle estatus de gran revelación, aunque todo cuanto aquí se revela en última instancia es el risible narcisismo del director. NANDO SALVÀ

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Estreno: 5 de enero

Solo el fin del mundo

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