Estamos en la era de la posbroma, dice Milan Kundera, lo que es lo mismo que concebir el ombligo como principio y final de todas las cosas. No lo dice con ánimo peyorativo, porque su último libro celebra lo insignificante como fuente de lo trascendente. Entendamos insignificante como frívolo o banal, sin avergonzarse ni un minuto por ello, sin cinismos ni desencantos. Este libro suena a despedida, pero no es fúnebre. Se lee como un testamento, pero no se oyen campanas de muerte. Y eso que la muerte, fingida o real, está por todas partes, en el origen de la risa infantil (la risa del poder) de Stalin cuando cuenta el chiste de las veinticuatro perdices; en la ridícula, hipócrita necesidad de afecto de un hombre que finge estar enfermo de cáncer para llamar la atención; y en la madre suicida que ahogó al pobre diablo que intentó rescatarla.

Esto no es una novela. Podría titularse El libro de la risa y el olvido, si Kundera no se hubiera adelantado a sí mismo hace décadas. Hay personajes, sí, pero sólo son vehículos para que el escritor checo discuta consigo mismo fingiéndose otros, incluso cuando se viste de narrador omnisciente. Milan Kundera es muchos, y todos se llevan bien. No hay historia sino anécdotas, aforismos, comentarios, notas a pie de página y digresiones constantes. Estamos ante un cuaderno de bitácora que aspira a traducir con ligereza una teoría del mundo, vista por alguien que es feliz a pesar de lo ridículo que le resulta el panorama desde el puente.

JUVENIL Dividido en siete capítulos que a su vez están divididos en breves epígrafes, el libro mezcla a Kant con la divagación erótica, a Hegel con la búsqueda del infinito buen humor, la nostalgia del niño no deseado con la botella de Armagnac derramada (de la que, por cierto, Kundera saca conclusiones políticas de lo más singulares: "¿Qué indica esa caída? ¿Una utopía asesinada tras la cual ya no habrá otras? ¿Una época de la que ya no quedará huella? ¿Libros y cuadros arrojados al vacío? ¿Una Europa que ya no será Europa? ¿Bromas de las que nadie se reirá?").

Su principal atractivo es que resulta imprevisible, espontáneo, despreocupado y, por qué no, juvenil, como si Milan Kundera hubiera releído a Bohumil Hrabal o revisado las películas del denominado Nuevo Cine Checo, desde Milos Forman a Vera Chytilová.

REGALO DE VIDA En la escena de la fiesta, que funciona como pseudoclímax, el autor de La inmortalidad se deja imbuir por un espíritu de corte felliniano, con todos esos vitelloni seductores, alguno enamorándose del culo de una ex, o inventándose una versión imposible del idioma pakistaní, o comiendo como si fuera la última cena.

Es una fiesta en la que fácilmente podría haberse colado el Jep Gambardella de La gran belleza, si Kundera observara a sus congéneres desde la poltrona del escepticismo. Pero no: como exclama uno de los asistentes al guateque, "¡La vida es más fuerte que la muerte, porque la vida se alimenta de la muerte!".

El final, pues, es un regalo de vida, un discreto aquelarre surrealista en los Jardines de Luxemburgo parisinos en clave de slapstick, que desengrasa cualquier sensación de clausura definitiva, que aplaude la amistad, que quiere ser antídoto contra los rencores hacia la memoria; que, finalmente, nos hace pensar que nos gustaría estar con Milan Kundera 138 páginas más.