Si hubo un momento top en la descafeinada entrega de los Oscar, una gala que en su puesta en escena va perdiendo fuelle a pasos agigantados, correspondió a ese instante en el que Lady Gaga y Bradley Cooper se reunieron en el escenario del Teatro Dolby de Los Ángeles para interpretar la deliciosa amargura titulada "Shallow", del filme "Ha nacido una estrella". Los protagonistas de la película y de la canción, que se llevó por goleada el premio para el que estaba nominada, se citaron junto al piano y alcanzaron un clímax de complicidad de elevadísima temperatura artística. Hasta tal punto que consiguieron transmitir una profundidad humana que hizo creer al mundo que les unía mucho más que la profesionalidad. Cuando se miraban y cuando dejaban de hacerlo; cuando se entrecruzaban las voces y cuando se esperaban; bajo una luz de naranjos en flor que se posó con dulzura en las caricias de un dueto ¿enamorado? La magia del cine estuvo concentrada en esos minutos, en el arte de hacer y convencer a los espectadores que los personajes se liberan del autor para construir un universo íntimo, tan real que lo es. Ambos se podrían haber llevado una estatuilla más para casa en el caso de que se hubiese permitido una votación improvisada cuando cesó la música, porque Gaga y Cooper nos convencieron de que la ficción supera a la realidad, de que llegaron a besarse aunque no lo hicieran. Porque lo auténtico no reside en lo que se ve sino en lo que se siente. De eso va este maravilloso negocio de la vida y sus producciones, de traspasar la pantalla, los corazones y la superficie donde no nos puedan hacer daño.