‘ENTRE ELLOS’

Richard Ford

Anagrama

168 páginas

Nos faltaba el contraplano. El relato elegiaco sobre Edna Akin, publicado originalmente en 1986, el mismo año de El periodista deportivo, añoraba a su media naranja; en él se abría un vacío, que ahora, más de 30 años después, ha sido habitado, por fin, por Parker Ford. La extensión de ambos retratos es prácticamente idéntica, como si Richard Ford no quisiera pasar más tiempo con su padre que con su madre. Y encajan porque los dos protagonizan sendos textos sobre lo que significa ser hijo, y asumir que con cada uno de tus padres vas a tener una relación distinta, y que cuando te preguntas sobre qué pensaban en realidad sobre ciertas cosas, te sorprendes imaginando que lo que decían u ocultaban era solo parte de un secreto más grande que la vida. Un secreto que yace enterrado entre dos tumbas, y que no hace más que iluminar la pérdida, pero también ese amor, lo único que queda, cuando nos acercamos a la muerte.

Los escritores memorialistas tienden a ajustar cuentas con su familia. Pero Entre ellos siempre evita el tono reprobatorio, y también el de la ñoñería nostálgica. Ford se ha cuidado de alicatar las diferencias de estilo que podrían emerger de dos textos que se llevan tres décadas, y su escritura es igual de tersa y transparente que en sus mejores libros, con ese apego a la realidad de los hechos y el vuelo lírico de las reflexiones que despierta la experiencia pura. En el epílogo, explica que, en el libro, la historia de su padre precede a la de su madre porque se remonta a tiempos más pretéritos, cuando ambos se conocieron, se casaron y tuvieron un hijo, y la de su madre recoge el testigo cuando el padre muere. La suma de las dos resulta una perfecta novela autobiográfica, en la que Ford trabaja el desplazamiento del punto de vista -observacional en lo paterno, participante en lo materno- como si estuviera habitando el territorio de la ficción.

Así las cosas, el padre significa la otredad, y la madre, el espejo donde mirarse. No es difícil detectar en la figura de ese viajante de comercio, que se pasó toda su vida laboral viajando de lunes a viernes, al germen de un Frank Bascombe cuyo máximo sueño fue ser quién llegó a ser, y que nunca pudo tener una conexión real con su hijo porque era difícil tenerla desde la ausencia, o desde la enfermedad, o desde un extrañamiento «en el otro lado de una barrera de aire» que, no obstante, no influía en la sinceridad de sus afectos para con él. No hay reproches, pero sí una cierta tristeza por no haber podido profundizar en las razones de su conformidad con el mundo, o por añorar una transferencia de conocimiento que no cristalizó ni en los legados más básicos, como enseñar a montar en bicicleta; en fin, una cierta tristeza por la resignación de Parker Ford a convertirse en un fantasma antes de tiempo.

Si el padre era el otro, la madre es el yo proyectado. Presente, independiente, resuelta a abrirse camino a pesar de que la viudez la abandonó a medias, sin el amor de su vida. Y aquí sí, la conciencia de muerte, de lo irreparable, de un futuro caducado. Tal vez en el ánimo de este gran Entre ellos no solo flote el deseo de un homenaje, la necesidad de una elegía, sino la pulsión de un escritor que, con 73 años, siente que con quien debe pasar cuentas es con la muerte.