El pintor Santiago Pelegrín (Alagón, 1885-Madrid, 1954) llegó en 1910 a Madrid, ciudad en la que también se instaló el escritor Benjamín Jarnés (Codo, 1888-Madrid, 1949), en 1920. Pudieron conocerse en alguna de las tertulias que se celebraban en el Gran Café Social de Oriente -situado en la calle Atocha esquina con Doctor Drumen, encrucijada urbana que Francisco Ayala llamó El Puerto de Madrid y Jarnés El Puerto sobre el Mar de Castilla-, pues ambos vivían muy cerca de allí; o en las de la Granja El Henar, en Alcalá 40. La de Oriente era conocida como la de los «alfareros» por reunir a los colaboradores de la revista ultraísta Alfar, y allí fue donde Rafael Barradas, íntimo de Jarnés, conoció a Alberto Sánchez; en el café Oriente se sitúa el punto de partida de la Escuela de Vallecas y el lugar de reunión de la Generación del 27. En su libro Los cafés históricos, Antonio Bonet Correa recupera recuerdos de la memorias de César González-Ruano, Mi medio siglo se confiesa a medias (1951): «Barradas iba mucho a aquel extraño y destartalado café que aún hay en el final de la calle de Atocha y que hace esquina con la última bocacalle que lleva al Depósito de Cadáveres, el Hospital y a esa tremenda calle de Santa Isabel, tan señora, tan atrozmente madrileña y dramática. El café se llamaba entonces nada menos que Gran Café Social de Oriente». Quizás Jarnés y Pelegrín no compartieran con Barradas «la pasión que tenía por el café» que, al decir de Torres García, «debía hacerle muchísimo daño, pues absorbía cantidades enormes», pero sí «la simpatía por el ambiente de los cafés» de la que dan testimonio dibujos, pinturas y fotografías, como la muy conocida, fechada en 1923, en la que posan delante del Café El Monigote Benjamín Jarnés, Humberto Pérez de la Ossa, Luis Buñuel, Rafael Barradas y Federico García Lorca. En la Granja el Henar, que fue considerada laboratorio de tertulias, al decir de Bonet Correa, Ortega y Gasset concibió la Revista de Occidente, a cuya sede, en un edificio de la Gran Vía, trasladó su tertulia a la asistieron Jarnés y Pelegrín; asiduos también a la de la redacción de La Gaceta Literaria. Dado el carácter introvertido y cauto de Santiago Pelegrín, cabe pensar que su participación en estas reuniones, lejos de ser activa, tuvo un carácter reflexivo que iba a ser determinante en la evolución de su pintura.

Según escribió Antonio Espina, Pelegrín realizó el «hallazgo» del arte nuevo en 1927, aunque podríamos adelantarlo a 1925, fecha de la Primera Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos, gestada y realizada bajo el signo del «retorno al orden» y el descrédito de las experimentaciones de vanguardia, en la que Pelegrín participó con tres pinturas. Al año siguiente mostró una selección amplia de sus obras, junto a Luis Berdejo, artista que también figuró entre los «ibéricos», en el Centro Mercantil de Zaragoza. Berdejo logró mejores comentarios que Pelegrín en la que está considerada primera exposición con acento renovador que tuvo lugar en la ciudad de mano de artistas aragoneses. Las cuarenta obras que presentó Pelegrín, realizadas entre 1919 y 1926, corresponden a un primer registro progresivamente atento a las posibilidades figurativas del postcubismo.

En torno a 1927, Santiago Pelegrín pintó el Retrato de Benjamín Jarnés, propiedad del Museo de Zaragoza tras su adquisición en 1995, coincidiendo en fechas con la exposición Santiago Pelegrín, 1925-1939: Los límites de una utopía que presenté en el Museo Pablo Gargallo. El retrato del amigo pertenece al registro citado, al que siguió, entre 1927 y 1928, la síntesis eficaz entre las soluciones postcubistas y neofuturistas en un conjunto de obras cuyos temas recuperaban los ideales de la vida moderna, que esa era la nueva consigna. Y Pelegrín quiso darle expresión con obras cuyos títulos no ofrecían discusión: Verbena, Jazz-Band, Aguaducho, Atocha-Cuatro Caminos, La Gaceta Literaria o La Venus del Radiador. Y El profesor inútil (1928. Colección del Museo de Pontevedra), nuevo retrato de Benjamín Jarnés, que toma el título del de la novela que le descubrió como escritor en 1926. Las tres escenas que la componen apenas esbozan, señala José-Carlos Mainer, la figura de un profesor particular sin nombre, caviloso y enamoradizo, tan consciente de su insignificancia vital como capaz de divagar larga y agudamente sobre sus personales sensaciones. Seguro que a Jarnés, tan receloso de entusiasmos y frivolidades vanguardistas, le gustó el nuevo retrato de Pelegrín, acorde con el regreso, en aquellos años tardíos ya, del sentido de las primeras vanguardias.

¿Cómo interpretar y valorar el hecho de que un autodidacta, intelectual de café, que accede a la innovación plástica en la madurez realice obras entre el cubismo y el futurismo en Madrid, en 1927 o 1928, pasado ya el momento histórico preciso en el que se desarrollaron ambas formulaciones, y sin solución de continuidad, además, desde un elegante pero poco audaz registro a lo Vázquez Díaz y Sunyer para, a continuación, casi coetáneamente, realizar obras de figuras clásicas a lo Novecento antagonistas de los otros aspectos de su producción?, se preguntó, con acierto, Eugenio Carmona en el catálogo de la exposición citada. Como única respuesta, cabría coincidir con él en que sólo en la dinámica específica del arte nuevo es donde las obras de Santiago Pelegrín cobran sentido, teniendo en cuenta que aquellos fueron los años de mayor entrecruzarse de posibilidades, referencias y tendencias de toda la historia de la renovación plástica española anterior a la guerra civil.