Para mí, don José María Carbonell era un señor de los grandes. Y de los nuestros. Me parece muy importante saber siempre quiénes son los tuyos y quiénes los otros, porque es probable que en algún momento los tuyos quieran matar a los otros y viceversa. Y tanto si te toca morir como matar, es mejor saber con quién. Yo en esa época no tenía muchas luces, pero tampoco había que ser una luminaria para entender que el virrey desconfiaba del poder de los criollos burgueses y los criollos burgueses recelaban del poder del virrey. Como cuando los niños pelean en los rincones de las plazas, sólo que esa pelea no era a codazos. Carbonell era criollo como yo, cachaco, nacido en la misma Santa Fe. Y si él me pedía que metiera la cabeza entre las ruedas de una carreta yo iba y la metía. Por suerte, la madrugada del 20 de julio me pidió algo mucho más fácil:

--Vaya y sáqueme a la calle todos los pobres que encuentre --me dijo--. Me los manda para la calle Real bien prontito.

En la Bogotá de 1810, si le dabas una patada a una piedra te salían 20 pobres. Les podías contar las costillas y, con un poco de paciencia, hasta los piojos y todo.

--¿Y cómo hago para que vengan?

--Dígales que vamos a hacer un cabildo popular. --Vio que no sonaba muy convincente y añadió--. No sé, cuénteles cosas malas de los españoles. Usted ya sabe. Dígales que no nos dejan crear juntas locales...

--Pero si yo no sé qué es eso, señor.

--Es... Es una forma de organizarse. Los españoles lo están haciendo allá, en la madre patria, para defenderse de Napoleón. Y nosotros queremos hacer lo mismo acá, pero no nos dejan.

--¿Quién no nos deja?

--Los españoles. Da igual. Dígales que nos niegan la imprenta, nos impiden estudiar Filosofía, nos han quitado la cátedra de Derecho.

--Pero... perdón, señor. No veo cómo va a importarle eso a los pobres de Bogotá.

--Mucho, Carlos. Les va a importar mucho porque gracias a su levantamiento haremos un país nuevo y mejor, un país con sus juntas locales, como los españoles.

--Entonces, ¿hemos de dejar de ser españoles para poder hacer lo que hacen los españoles?

--¡Basta de preguntas! ¡Vaya a la Candelaria en cuanto que salga el sol y me los trae! ¡Por cientos! ¡Miles!

--¡Señor!

--¡Basta, he dicho! Y si no sabe qué contarles, dígales que en el mercado regalan carne.

El caso es que pasé la madrugada azuzando pobres para construir un país nuevo. No dije nada de juntas ni de napoleones. Lo de la carne se entendía mejor.

Los hermanos Morales lo tenían mucho más difícil. Después de muchas reuniones nocturnas y secretas en el Observatorio Astronómico, los principales señores criollos de la ciudad habían decidido encargarles que prendieran la mecha. Lo llamaban así: "Si vamos a incendiar la ciudad, alguien tiene que prender la mecha", dijo un señor al salir de una de aquellas reuniones. Así que los Morales se plantaron en una de las tiendas más prósperas del centro de la ciudad para pedirle a su dueño, don José González Llorente, que les prestara un florero para adornar una cena que tenían esa noche. Era una cena de bienvenida a Antonio Villavicencio. Aquí se complica un poco la historia, porque a Villavicencio lo mandaba el rey de España, pero había nacido en Quito. Yo no me pierdo con esas sutilezas: si había nacido en América era criollo, como yo. O sea, era de los nuestros. Y los hermanos Morales daban por hecho que Llorente se negaría a prestar su florero a unos criollos para homenajear a otro criollo, y así podrían darse por ofendidos, pero sólo acertaron a medias. El comerciante les dijo que el florero estaba medio roto de tanto prestarlo y que no podía sacarlo ya más de la tienda, pero se expresó en todo momento con el máximo respeto.

Llorente no podía ser de los nuestros porque nació en España, aunque había llegado a Cartagena de Indias con 12 años y estaba casado con una criolla, o sea que un poquito sí era, pero eso es como lo de estar muerto: a medias, no vale. Se está o no se está. Era un poco raro, ese Llorente: hablaba inglés y todo, que yo no conocí nunca a nadie más en toda la ciudad, ni pobre ni señor, que hablara ese idioma tan raro. A lo mejor por eso era amigo del virrey, porque le traducía documentos y cosas al inglés, o del inglés, o qué sé yo. Y también enseñaba caligrafía, gramática, cosas de señores.

Me parece que a los Morales no les importaba mucho todo eso. Se pusieron a gritar que Llorente les había faltado al respeto y que se había cagado en todos los criollos, cagado, recuerdo que me di cuenta de que la cosa iba en serio cuando se atrevieron a usar ese verbo en público y a los gritos, supongo que tenía algo que ver con aquello de prender la mecha, aunque quizá el momento exacto en que la prendieron fue poquito después, cuando uno de ellos le atizó una soberana bofetada en la cara a Llorente.

Chapetones y criollos

La voz corrió por todo el mercado como si fuera cierto que alguien regalaba carne. Los chapetones habían insultado a los criollos. Poco tardó el mercado en quedar patas arriba y la gente en pedir cada uno lo que necesitaba. Sobre todo carne, porque ya habían comprobado que nadie la regalaba. Pero otros pedían cosas que yo no entiendo: pedían un cabildo y luego discutían si tenía que ser ordinario o extraordinario, algo muy importante porque según fuera una cosa u otra se podía o no se podía votar.

Y alguien, juro que no fui yo, tuvo la idea de preguntar si el país nuevo sería centralista o federalista. Yo, como había tanto jaleo, entendí que sólo podría hacer una pregunta y me guardé para la que me parecía más importante antes de que se oyera lo que se otí:

--¿Qué hago con los pobres, señor?

--Mándelos a sus casas --me dijo. Y añadió enseguida, sin darme tiempo a protestar: Dígales que se terminó la carne.

Tardamos todavía un poquito en hacer el país nuevo porque los nuestros se dividieron entre los que seguían siendo los nuestros y los que pasaron a ser los otros y hubo que pelearlo un poco más de lo previsto, y entonces volvieron los españoles y dijeron que el país nuevo se había terminado y para demostrarlo cogieron a José María Carbonell y lo ahorcaron.

Ahorcarte es mucho más grave que negarte un florero, pero cuando se le acercó el verdugo con la soga, Carbonell lo perdonó. "Te perdono de corazón --le dijo con firmeza y seguridad--, que tú no tienes la culpa". Y yo quise preguntar quién la tenía entonces, pero ya me dirán cómo se le pregunta nada a un ahorcado.