Es muy pronto para adivinar si Blade Runner 2049 alcanzará el estatus que posee Blade Runner (1982) pero, en todo caso, la nueva película no es mera nostalgia ni reciclaje ni cínico mercadeo. Toma las cuestiones planteadas por su precursora acerca de la fina línea que separa lo natural de lo artificial y las lleva a territorios más ambiguos y reflexivos, y en el proceso se erige en una de las películas de ciencia-ficción más profundas y provocativas que se recuerdan. También en una de las más hermosas, una obra capaz de proveernos de una sobrecogedora mezcla de imágenes, sonidos y atmósferas tras otra.

No es, pese a lo que los tráilers sugieren, cine de acción, sino un meditabundo misterio noir sobre una persona desaparecida y la crisis existencial que el caso provoca en el agente K (Ryan Gosling), un replicante que poco a poco toma conciencia de su propia humanidad. El director Denis Villeneuve, de hecho, no tiene reparos en recrearse en la lentitud, la quietud y el silencio y, dadas sus casi tres horas de metraje, quizá no le haría falta tantos momentos de circunspección.

El gran problema acerca de Blade Runner 2049, eso sí, es otro: pese a su hondura y su inventiva visual resulta inevitable sentir que la película es en sí misma algo parecido a un replicante, y no solo porque maneja elementos de género que Blade Runner creó y otros títulos han explotado; también, sobre todo, porque debe buena parte de su resonancia a la relación que el espectador tiene con la primera película, y convierte algunas subtramas de aquella en misterios que deben ser resueltos. Pero parte de la magia del original está en lo que faltaba; al mostrarnos solo un rincón de su universo, aquella película echó a volar nuestra imaginación. Blade Runner 2049 hace parte del trabajo por nosotros, y por ello carece del aura misteriosa de su magistral predecesora. Que cada cual decida si eso se echa de menos. N. S.

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Blade Runner 2049

Denis Villeneuve