«¿Tiene alguna virtud el pensamiento de un pez? -dijo Enric Picart-; ¿A que no, verdad?» Le contesté que no, desde luego, pero él se rebotó: «No está tan claro que no la tenga. Quiero decir que el pez, como nosotros, tal vez sabe que vive en una enorme pecera; es como si el mar fuera una enorme pecera de Dios, con fronteras de cristal, redonda. Y cuando tomas conciencia de esta pecera, el pez tal vez no, pero nosotros sí, somos nosotros quienes nos preguntamos si es nuestra mirada la que modela la pecera». «Tú me entiendes. ¿Verdad que me entiendes?» No sé decirle que no, entre otras cosas porque entonces, mientras él hablaba de peces, yo me fijaba en una de las vitrinas frigoríficas del bar, la que tenía una especie de sardinas en escabeche, inundadas de ajo y perejil y, al lado, boquerones en vinagre, con más ajo y más perejil. Pensaba que esos no pensaban ni tenían virtud ni nada o, en todo caso, la virtud de permanecer estáticos en aquel bar, esperando que los siglos se desgranaran poco a poco.

Y pensé también en el pez que tuve en el piso, en aquella pecera que no lo era, sino que era un tarro con galletas, lo fue una vez, un bote cortado por la parte superior para que el pez pudiera respirar. La historia no tiene mucho interés. Unos vecinos se iban de vacaciones y me pidieron que me hiciera cargo del pez: negro, con unas aletas muy finas, como el penacho de una artista de varietés. Me lo trajeron con aquel bote, que tenía que ser provisional pero que se había convertido en su vivienda permanente. «Parece que así ya le va bien», me dijeron, y me recomendaron que cambiara el agua de vez en cuando («agua tibia») y que le diera unas migajas de comida, esa especie de nutrientes en forma de bolitas: «Pero no mucho, que luego explota». Así lo hice, con la desazón constante de la explosión de aquella artista de varietés.

Elisa me advirtió que tener un pez en casa trae mala suerte, pero no me vi con narices de dejar que se muriera de hambre o de sacarlo de la pecera para que se muriera ahogado o simplemente de cogerlo y lanzarlo a la basura, tan minúsculo, tan débil. Pensé que mi desidia o mi torpeza en relación a los peces ya harían el resto y que acabaría muriendo de una manera u otra. Y no fue así. Recorté otro bote por la parte superior y lo usé como pecera provisional mientras limpiaba la pecera que había sido tarro de galletas. Cuando el agua era turbia, llena de restos de comida o de los restos orgánicos del pez negro o lo que fuera, la vertía en el fregadero con cuidado para que el pez no se escapara y luego, aun con algo de agua turbia, depositaba el pez con un gesto decidido en el otro tarro, con agua limpia, y luego volvía a hacer la misma operación al revés. Solo sufrí el día que, conmovido por aquella vida miserable, decidí comprar una pecera de verdad. No resistió ni una mañana. No se acostumbró. Pensé que ya había muerto, porque, a pesar de sacudir la pecera, no se movía ni movía las aletas que eran como plumas del vestido de varietés. Lo devolví al bote y así resistió hasta que la familia volvió de vacaciones, aunque más de un día pensé que sí que se me había muerto y me dio la angustia de tener que cogerlo y lanzarlo a la basura y todo eso que seguro que hace la gente a la que se le muere un pez. En cuanto a la mala suerte, bueno, esa es otra historia.

Ya era tarde y Enric Picart quería volver a casa. Estaba desorientado, como el pez cuando lo vertía de un tarro al otro, con agua tibia. Le dije que tenía que tomar la calle de la Rutlla hasta la plaza del Mercat y, después, seguir el río, que ya encontraría la Rambla y después ya sabría volver a casa solo. Pasaron variosdías sin vernos. No tenía ningún teléfono suyo y no sabía dónde vivía ni nada. Pensé que había desaparecido, pero una tarde volvió a la funeraria. Dijo: «Hasta ahora no he podido venir. ¿Y sabes qué me gustaría hacer, eh, si no es demasiada molestia?» Le dije que, si podía ayudarle, que contara conmigo, que podía confiar en mí para lo que fuese. «Me gustaría ir a la playa, a ver cómo los niños hacen castillos en la arena. No, nada, estar un rato mirándolos y ver cómo levantan las torres y cómo las olas después las destruyen o cómo las destruyen ellos mismos, porque no soportan ver enteras aquellas torres que ellos mismos han levantado». Le dije que teníamos que encontrar un día, que pediría un día de permiso, que contara con ello.

Mañana, el sexto capítulo: Las manzanas.