«Si llegara a viajar al pasado y conociese a Bach, no sé si le daría un puñetazo o si le comería la polla». Así comienza el primer capítulo de Fugas. O la ansiedad de sentirse vivo (2017), el segundo libro del pianista londinense James Rhodes, un nuevo dietario personal, tras el valiente, doloroso y catártico Instrumental. Memorias de música, medicina y locura (2015), en el que escribe sobre la sensación de soledad que le producen las giras, del esfuerzo de enfrentarse cada mañana a sus fantasmas, y de música; de esa música que, como ha repetido hasta la saciedad, le salvó la vida.

Un puñetazo o una mamada. ¡Qué tío! Ese es James Rhodes, a quien las convenciones le importan un carajo porque lo que de verdad cuenta es aproximarse con la música a un pedacito de felicidad. Rhodes no sale al escenario siguiendo los viejos códigos establecidos para la indumentaria de un concertista: viste vaqueros, zapatillas deportivas y una sudadera en la que se lee Chopin. Y no se sienta al piano, toca, y adiós muy buenas; no: habla y toca; no canturrea como Glenn Gould, no, habla de las piezas que va a interpretar, cuenta cómo, cuándo y en qué circunstancias fueron escritas, y de ahí saca conclusiones. Habla, en definitiva, de la vida, de la suya y de la nuestra. El martes, en la sala Mozart del Auditorio, donde reunió a más del doble de espectadores que en su primera visita a Zaragoza en 2016 para actuar en el Festival de Jazz, James armó su concierto en torno a la felicidad. Y para ese viaje se alió con Bach, Chopin y Rajmáninov, tres de sus compositores favoritos. Del alemán eligió la primera de las seis Partitas BWV 825 (casi las últimas suites que escribió para teclado), armada en si bemol; del polaco tocó la Romanza del Concierto nº 1, en mi menor, Op. 11, transcrita para piano por Mili Balákirev, en la que brilló especialmente, y la Balada nº 3 en la bemol, Op. 47, y del ruso, dos preludios: Op. 3, nº 3 y Op. 32, 13.

Rhodes no es no es un pianista canónico, pero tampoco es un intérprete-espectáculo. Dialoga con las partituras con la atención que precisan, pero (sin traicionarlas) con la libertad de un músico de jazz. Su intensidad instrumental es consecuencia de su fuerza para mostrar el poder curativo de la música, y del entendimiento de que no hay etiquetas sino grandes compositores y obras brillantes. De hace siglos o de ahora mismo. Todo: su interpretación y puesta en escena (tan alejada del boato como de una construcción falsa) conforman una arrebatadora y personalísima liturgia sonora.

Terminado el programa más o menos previsto, quiso retirarse, pero el público quería más. Y más dio: la Melodía de Orfeo y Eurídice, de Gluck; un divertimento que presentó como si Beethoven se sentara al piano tras pimplarse una botella de vino, y una hermosa filigrana de Brahms. Se despidió entre aplausos entusiastas, no sabemos si pensando en Bach o en fumarse un cigarrillo. En el hall del auditorio le esperaba una larga fila de seguidores para que les firmase el libro. O la vida.