Desde sus primeras novelas, Las estaciones provinciales (1982) y la magnífica La fuente de la edad (1986), hasta estas Vicisitudes de ahora mismo, Luis Mateo Díez ha acreditado dos cualidades como escritor que, en su conjunción, lo singularizan en la narrativa española actual. Una es el esmerado pulimiento de su estilo, que hace de su prosa un placer cierto para el lector. Y no porque se trate de una prosa recargad, sino casi por lo contrario, por la depuración de la oralidad que opera en ella, construida desde el oído atento al tono sabroso del habla viva salpicado de brillos humorísticos y de exactitud léxica.

La otra cualidad es más bien una fatalidad: la naturaleza cosmogónica y arquetípica de su imaginación, es decir la proclividad de su talento a la creación de un mundo complejo, autónomo e hiperpoblado de individuos que responden a un carácter y a un destino humano genéricos. El autor encierra así a la humanidad entera en su zoológico literario proliferante de historias.

En Vicisitudes, son 85 estas historias y todas suceden en el territorio mítico de Celama que creó a finales de los 90 en El espíritu del Páramo (1996) y dotó de memoria y raíces en La ruina del cielo (1999). Era esta una novela polifónica, que superaba los 300 personajes, todos cuidadosamente singularizados, en la que se entrecruzaban los relatos (los sucedidos) que acaban fijando toda existencia en el recuerdo de los supervivientes. Aquella exhibición de potencia narrativa es el precedente más directo de estas Vicisitudes, en las que tanto la capacidad fabuladora del autor como su jugoso castellano siguen mostrándose descaradamente pletóricos.

Los 85 capítulos giran en torno a otras tantas vidas que pululan por los pueblos y ciudades de la comarca de Celama. Casi no hay defecto moral, profesión o lugar que escapen a esta galería novelesca, así como no hay motivo de desdicha, infelicidad o amargura que no comparezca: la soledad, la enfermedad, el engaño, la decepción, la ausencia. En la sucesión de criaturas menesterosas va creciendo la sugestión de valle de Josafat adonde acuden las almas de los gentiles para ser juzgadas. Asistimos a un desfile variadísimo de seres incompletos que, despojados de dramatismo, pueden recordar los de William Faulkner o Juan Benet.

REVELACIÓN O CAMBIO / Pero lo que cada capítulo refiere no es la trayectoria completa de sus días en la Tierra (aunque sí ocurra así en algún caso, con ejemplos espléndidos de síntesis narrativas), sino un momento de revelación o cambio, un episodio que marcó un final o un comienzo, a menudo una inesperada enfermedad; en fin, una «vicisitud» que dio sentido, lo trastocó (o lo quitó) a una existencia. Luis Mateo Díez, alternando entre un narrador omnisciente y un narrador testimonial, entra y sale de ese escenario provincial y un punto anacrónico, transmitiéndonos el sabor de una época y una cultura rural prácticamente extinguidas. Pero conservando la penetración compasiva, incluso irónica, en la inconsistencia del alma humana, en sus recovecos, en sus vanas ilusiones, en su embarazosa poquedad.