En 2005 Nicole Krauss (Nueva York, 1974) conquistó la escena literaria estadounidense con su segunda novela, La historia del amor, donde la urdimbre de vidas cruzadas y una prosa dúctil en el relato e incisiva en la disquisición convencieron a críticos y lectores. Unos y otros bendijeron la alianza de inteligencia (no solo narrativa) y elegancia (no solo estilística).

El mundo de Krauss era el de los judíos cultivados, a menudo triunfadores y casi siempre descreídos del Este de EEUU: es el Bernard Malamud o Philip Roth, con su nostalgia agnóstica de Israel y su obsesión irónica por la pertenencia al pueblo elegido, por la historia común de diásporas, persecuciones y exterminios, por la pervivencia y la resistencia como formas de identidad. Pero, como sucede con esos otros autores, los conflictos de Krauss traspasan la a cultura judía y se cuelan por la puerta de cualquier lector. La coyuntura de En una selva oscura es universal: la desorientación, el disgusto y hasta la extrañeza con uno mismo, la angustia de extraviarse en un bosque de incertidumbre sabiendo que urge un camino de salida.

Esa es la imagen del título, tomada de la Comedia de Dante, la de la selva oscura en la que han encallado los protagonistas, ambos judíos neoyorquinos: el poderoso abogado casi septuagenario Jules Epstein y la famosa novelista Nicole. Cada uno compone una trama distinta y ambas se alternan en la novela, reflejándose entre sí a través de analogías que van de lo más anecdótico (ambos viajan a Tel Aviv), hasta la estructura interna de sus experiencias. Tanto Epstein como Nicole topan con sendos guías que parecen introducirlos en círculos de conexión más profunda con el judaísmo y fuerzan una colaboración directa en ciertas empresas: la financiación de una película sobre el mítico rey David -del que Epstein se supone descendiente- o la fabulosa continuación de un manuscrito inconcluso de Kafka que custodiaba la heredera de Max Brod.

Historias de crisis

Las dos son historias de crisis existenciales que desembocan en autorrevelaciones dramáticas. Krauss las conduce con una pericia narrativa que se apoya en motivos recurrentes como el de la desaparición voluntaria o los universos paralelos, en incidentes bien graduados (el robo del abrigo de Epstein con su móvil), desconcertantes sensaciones (la bilocación de Nicole) o secretos históricos restallantes, como que Kafka no murió en 1924 sino en 1956 en Palestina, adonde emigró para vivir como jardinero.

Bien mirada, toda la novela es una crónica oblicua de una única crisis múltiple: literaria, identitaria y personal, acaso la de la autora, que ha sabido rehuir las formas más manidas de la autoficción. En el bloqueo de Nicole ante la novela que ha planeado ambientar en el Hilton, repercuten sus dudas sobre la prioridad de su condición de judía sobre la de escritora y la disolución de su matrimonio. Que Krauss acabara rompiendo en 2014 su relación con Jonathan Safran Foer —la pareja literaria más célebre de Nueva York después de Paul Auster y Siri Hustvedt— es solo un un entretelón biográfico en esta novela espléndida sobre el incierto reencontrarse con uno mismo.