Juego de tronos ya es historia. Tras ocho años, 73 capítulos y el logro indiscutible de haberse convertido en fenómeno televisivo y cultural global la serie creada para HBO por David Benioff y D. B. Weiss sobre la saga fantástica e inacabada de George R. R. Martin dijo adiós el domingo. Se abren ahora nuevos capítulos: de lecturas, análisis y fogosos debates sobre las decisiones argumentales y los mensajes políticos y sociales de los creadores; de imaginar el devenir de los supervivientes; de esperar con entusiasmo, pavor o indiferencia posibles precuelas y spin offs; de cavilar sobre el futuro de la producción y audiovisual... Pero lo ya escrito, rodado, emitido e inalterable es Trono de hierro, el episodio final, la última pieza del puzle.

Esos 80 minutos incluyen momentos estelares en términos de espectáculo visual, la perdurable señal de la casa de una serie mucho más cuestionada en su evolución narrativa, especialmente en las últimas temporadas, huérfanas del material original de Martin, con una sensación inescapable de aceleración. Y aunque posiblemente huelga decirlo, no conviene seguir leyendo si no se quiere saber siquiera a grandes rasgos lo que sucede en el desenlace ideado por Benioff y Weiss, que lejos de inventar la rueda, o de romperla han optado por algo más tradicional, dentro de lo tradicional que puede ser un mundo con dragones, resurrecciones y, aunque ya aniquilados, caminantes blancos.

La filosofía de los showrunners, su visión de su propia obra o incluso quizá su autodefensa preventiva, no se oculta en un episodio lleno de metarreferencias cuya expresión máxima está en unas palabras pronunciadas por Tyrion Lannister en el último capítulo. «¿Qué une a la gente? ¿El oro? ¿Los ejércitos? ¿Las banderas?» La respuesta, claramente, es no. Es, para Tyrion y para los showrunners, «las historias. No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia. Nada puede detenerla. Ningún enemigo puede vencerla».

Por una parte, perdurará el debate sobre la transformación que han hecho en su final de Dany, la heroína reconvertida en genocida a irrisoria velocidad en el penúltimo capítulo tras tantos años acompañándola en su determinada y valiente lucha e historia de superación. Y había que resolver el dilema que planteaba, el del gobernante movido por las buenas intenciones que acaba convertido en dictador, una conversión retratada impecable e imponentemente con apropiadas citas visuales a Leni Riefenstahl. Al final la solución llega de Jon Nieve tras un beso y una puñalada letal. Pero no es él ni ningún otro humano quien deja la más plena exposición del sinsentido del poder. El dolor, la rabia y el trauma de Drogon, el dragón superviviente, mueven el acto más simbólico de todos y su fuego funde el trono cuya conquista había guiado la serie.

A partir de entonces, llega el segundo desenlace, uno por el que Benioff y Weiss serán aplaudidos y criticados. En cuarenta minutos alumbran un sistema de monarquía democrática (la posibilidad de la democracia directa es denostada con risas) y resuelven, o dejan encaminados los futuros de los cuatro Stark. Hay un rey, una reina, una aventurera que explorará poniente más allá de Poniente y un hombre supuestamente condenado pero libre y fuera de los muros.

Una serie que ha hablado sobre la corrupción del poder, de feminismo y política, de cómo olvidar la historia nos condena a repetirla, de que solo luchando juntos se puede vencer a los mayores enemigos y lograr el bien común y en la que durante años la amenaza era la llegada del invierno acaba permitiendo intuir la primavera. El cinismo y la violencia que marcaron su historia han dejado en su final paso al optimismo. El debate sobre cómo ha realizado ese camino perdurará, pero Juego de Tronos se acabó.