Primero se llevaron a los fumadores, «pero a mí no me importó porque yo no lo era». Ahora es el turno de los bebedores, que tendrán que pagar mucho más por su consumo, se excedan o no. En breve irán -ya van- a por los refrescos azucarados. Luego serán los alimentos procesados, las grasas, incluso las proteínas…

Parece fuerte recordar el texto de Brecht para cuestiones aparente y solamente higiénicas, sanitarias, etc. Pero el asunto tiene mucho más calado. El mismo sistema que permite paro, desahucios, pobreza energética, injusticias, escandalosos juicios ha decidido velar por nuestra salud. ¿O por su mano de obra, al menos mientras no se jubile?

Pues la mayoría de restricciones a productos que afectan a nuestra salud -aunque nos proporcionen placer- se limitan a la subida de precio en forma de impuestos, cortapisas publicitarias o dificultades para su consumo. Pero no se impide su elaboración, se supone que por respeto a la libertad de mercado, el mismo que gusta facilitarnos una alimentación industrial.

Simplemente. Lo más sencillo es prohibir. Cuesta mucho más introducir la nutrición y los buenos hábitos en la escuela que vetar el uso de grasas trans o funestos aceites industriales, aunque a la larga resulte más oneroso.

El poder ha decidido que somos unos niños que deben tener salud para seguir siendo productivos. Nos indica qué tenemos que comer, cuánto y cómo, pero se olvida de nuestras pensiones. Y propicia un sistema económico que logra que sea más barato un bote de garbanzos importado de Mexico, ya cocinado, que ese mismo peso en legumbre cultivada por un hortelano al lado de su casa. Pero el vino nos costará todavía más.

Y al final, tristemente, no nos quedará más remedio que escribir: «tampoco me importó; ahora me llevan a mí, pero ya es demasiado tarde». Cuando ya no nos dejen morirnos lentamente, a nuestro gusto, bebiendo una copa de vino con un cigarro en la mano.