A finales de los años 70, antes de que se institucionalizara esa taxonomía equívoca llamada world music, las ediciones de artistas internacionales realizadas por el sello español Guimbarda dieron buena cuenta de cómo llevar la tradición folclórica a la contemporaneidad del siglo XX. El espléndido guitarrista Joaquín Pardinilla, quien no oculta su admiración por el catálogo de Guimbarda, es hoy, en el siglo XXI, un discípulo adelantado de aquellas conexiones sonoras.
Así las cosas, la novedad no está en que Pardinilla reformule (con piezas propias o populares) el folclore en compañía de sus alegres y muy solventes pillastres de su sexteto; el intríngulis, como diría el lingüista de Ubrique, radica en la resolución de ese reto.
Y Joaquín Pardinilla, con Ernesto Cossío (guitarra), Toto Sobieski (bajo), José Luis Seguer (batería y percusión) Alberto Artigas (laúd) y Juan Luis Royo (clarinete), sale airosísimo del envite, ofreciendo un paisaje sonoro vibrante, sólido y rigurosamente moderno (entiéndase la adjetivación en el sentido de ser coherentes con su tiempo y sus necesidades artísticas). Significa eso que un bolero de raíces aragonesas puede transformarse en una rumba cubana, que un pasodoble combina la fanfarria de las bandas sonoras de Fellini con el jazz manouche, y que se puede meter en cintura a Ornette Coleman (3 Whises) sin que chirríen las clavijas.
Parte de ese soundscape del sexteto de Joaquín Pardinilla, recogido en el reciente álbum Guatizalema, publicado recientemente, se presentó el domingo en el Teatro Principal de Zaragoza en un concierto de gran pulso global y sobresalientes interpretaciones personales.
Una actuación sobresaliente, sí, aunque conviene anotar en el debe cierto desequilibrio instrumental en algunas piezas, un acompañamiento plano en otras (en 10 x 8, por ejemplo), donde el clarinete manda mucho, y un orden del repertorio (precisamente el del disco) que desacelera el ritmo interno del concierto. Pequeñas distorsiones en una propuesta profunda como un río y alta como una montaña.
