«Es una costumbre -dijo Enrique Picart, al día siguiente- tampoco tengo nada más que hacer». No podía sospechar, entonces, que el personaje tenía aquella dimensión estrafalaria que muchos de los que lo habrían podido observar, si es que alguien se entretenía nunca en hacerlo, habrían deducido. ¿Estrafalario? Por supuesto, pero no por la vestimenta o por algún gesto o alguna actitud que despertara la estupefacción. Más bien era discreto, educado y pasaba desapercibido. Siempre iba con americana de hilo, descosida en una de las axilas, algo deshilachada por la parte de abajo y del cuello y con los bolsillos deformados, porque es donde guardaba el tabaco y las llaves, aunque también iba con una bolsa de mano donde tenía papeles y el poco dinero que llevaba encima. Cambió de camisa un par de días: una clara y dos de cuadros; los pantalones, marrones oscuros, con un aire vagamente militar, demasiado anchos para su cuerpecito. Sin embargo, desprendía un cierto aire de limpieza, no por el vestido, que se veía envejecido y del que seguro que no tenía mucho cuidado, sino porque llevaba la barba, blanca, pulida y el pelo bien peinado. Y porque, a pesar de tener las uñas largas en exceso, no se veía ni una brizna de suciedad. Quizá lo delataba el color anaranjado de las yemas de los dedos con los que cogía los cigarrillos o, para ser exactos, con los que no abandonaba nunca el cigarrillo que dirigía hacia unos labios finísimos, escondidos bajo un bigote que, eso sí (amarillo sobre blanco ), también lo delataba como fumador.

No pensé que al día siguiente volvería, pero aun así revisé el archivo y encontré la ficha de su padre. Efectivamente, como me había dicho Elisa, la ceremonia fue extraña. Ella intervino como si nada pero el único asistente era Enric Picart, el hijo del difunto. Es lo que hacemos habitualmente cuando la familia no tiene un especial interés por un acto religioso o cuando no se atreve o no tiene ganas de improvisar un funeral laico. Lo hacemos nosotros.

«Es una costumbre», repitió Enric Picart. Lo era y no me había dado cuenta. Desde el entierro de su padre, no todos los días pero sí una o dos veces por semana, llegaba al tanatorio a la hora de las ceremonias, entraba en la sala y seguía el ritual con total respeto y concentración. Le gustaban más nuestras intervenciones que las de los curas o las de los amigos del difunto. «Considero -me dijo- que su trabajo es altamente elogiable, porque son ustedes capaces de adoptar una actitud de total respeto y concentración, sea quien sea el muerto y sea cual sea la familia. Unos profesionales».

La dimensión estrafalaria de Enric Picart. No me había fijado nunca y tampoco Elisa, excepto el día, claro, que ella pronunció unas palabras en el entierro de su padre. Pero él estaba siempre allí. Siempre no, pero muy a menudo, en muchas ceremonias, y me habló del día en que enterramos a un señor que tenía una obsesión por el mar y que hubo música de barcas y olas, y la maqueta de una barca en una especie de altar, iluminada, como una evocación. Aquella le había gustado mucho, y recordaba que yo -porque era yo quien oficiaba- había recitado un poema que hablaba de «un mar encalmado esta noche», y que luego recomendaba «que debemos sernos leales» porque el mundo de ahí fuera no tiene ni amor, ni luz, ni paz, ni certeza, y todo se reduce a la lucha de unos «ejércitos ignorantes que chocan en la noche». Enric Picart era así. No puede afirmarse que yo sea el rey de la comedia, pero también tengo que decir que si estaba en la funeraria no era por ganas o por deleite de ir a ver ceremonias y opinar después sobre la representación, como si fuera un teatro. De hecho, soy un actor. Eso sí.

«No estoy en absoluto de acuerdo -dijo Enric Picart mientras estábamos en la cafetería (un rincón con sillas y con máquinas de café y de refrescos)- pero, en todo caso, lo de los psicotrópicos ya lo discutiremos otro día. Ahora me agobia más el enigma de los pulpos». Huelga decir que el siguiente error fue preguntarle sobre cuál era el enigma de los pulpos. «¿Sabes cuántos cerebros tienen?». Contesté: «Tienen nueve». Se emocionó. Comprobó que había localizado a su alma gemela y que tanto era que los ejércitos fueran ignorantes y chocaran de noche, que lo que contaba era la lealtad. Así me lo dijo: «Cuando todo se hunde, la lealtad». Es largo de explicar cómo resulta que sé que tienen nueve cerebros. Y que los tentáculos no se entrelazan entre ellos y cosas así. Son cosas que sé y que no sirven para nada. Sirvieron, en cualquier caso, para que Enric Picart entrara definitivamente en mi vida.

Mañana, el tercer capítulo:

‘La pluma y el plomo’.