«Falcó, Lorenzo Falcó. Al servicio del Caudillo (de momento)». Así titulábamos hace un año la página que dedicamos a Falcó, primera novela protagonizada por un amoral señorito jerezano reclutado como espía para los militares rebeldes tras una carrera como traficante de armas al mejor postor. Pero olvidémonos de Bond. En su segunda entrega, Eva, el juego al que se ha entregado Arturo Pérez-Reverte queda más definido: tenemos que pasar al blanco y negro de Casablanca, la película que en realidad debía desarrollarse en Tetuán, en cuyos cafés y callejas se cruzaban espías, refugiados y traficantes. «Esta era la verdadera Casablanca», explica el novelista en el restaurante Hammadi, frente a los despojos del Cine Alcázar. «Eva es una novela canónica de espías», añade, con referentes clásicos como Somerseth Maugham, Eric Ambler, el primer Graham Greene.

Falcó se enfrenta de nuevo, en el Tánger de 1937, a Eva Neretva, agente soviética a quien salvó la vida en la novela anterior. Ella debe lograr que el carguero Mount Castle, refugiado en el puerto internacional, llegue a Odessa con 30 toneladas de oro. Él, que la tripulación del destructor rebelde Martín Álvarez, con el que los republicanos han jugado al gato y el ratón y que está atracado en el mismo muelle, acabe haciéndose con los lingotes y monedas, en lugar de enviar mercante y carga al fondo del Estrecho. Los dos, la heroica militante y el canalla sin escrúpulos, acaban en la cama, golpean con saña las partes blandas más vulnerables del contrario, sucesivamente.

Los verdaderos gestos de nobleza quedan para Quirós y Navia, los capitanes asturianos de los dos barcos. «Incluso en la guerra, un marino respeta a un marino. Me he criado con muchos, el mar es implacable y crea lazos de solidaridad y lealtad», sentencia el escritor. Falcó apuñala con saña, pero las bajezas más viles quedan reservadas para el sádico pistolero (póngale la cara de Peter Lorre) Paquito Araña. Porque vileza hay. Tortura. Una visión colonial del moro. Una escena a lo Dominique Strauss-Kahn con una camarera bereber. «El mundo era así, era 1937. No podemos juzgar el pasado con los ojos del presente», sostiene Pérez-Reverte.

Las pistas que desliza sobre el pasado de traficantes de armas de Falcó y, sobre todo, un personaje como Moira Nikolau (una bella, madura y manca griega del Asia Menor, a quien salvó de las masacres de Esmirna, antes de convertirse en su amante, y que ahora, con las mejillas tatuadas a lo bereber, lo acoge en su casa de Tetuán entre copitas de absenta y vapores estupefacientes) tienen un aire familiar para el lector de Hugo Pratt. Discrepa. «Moira es una mujer a quien conocí cuando yo navegaba con 23 o 24 años. Yo no escribo desde mis lecturas, sino desde mi memoria. Yo he conocido en Angola a hombres para quienes matar y torturar son herramientas. Yo lo he vivido. No es Corto Maltés. Escribo de un mundo que yo he conocido».

«Cada escena del libro sucede en un lugar real de Tánger», explica. El Zoco Chico, una placita llena de cafés en el centro de la Medina; el Fuentes de los franquistas y el Central de los republicanos. El hoy decadente Hotel Continental. Las calles por las que resuenan los pasos de los perseguidores y las esquinas tras las que aguarda un navajazo podrían ser cualquiera de la Medina de una ciudad que en esos años era, para Pérez-Reverte, «peligrosa y fascinante». Mucho antes de que llegaran «Bowles y todos esos diletantes».