Junto con colegas como Bad Gyal, La Zowi (Zoe Jeanneau, 26 parisina, hija de padre francés y madre española, residente en Barcelona) es una de las referencias del trap femenino en las españas. El trap, sí, ese estilo hedonista de música popular que junto con el reguetón pone de los nervios a muchos aficionados a la música. Descarada y algo infantil, La Zowi hace una reivindicación del feminismo por el camino de apropiarse del significante de las palabras que conforman los textos de los traperos masculinos, de su iconografía y de su puesta en escena. Para entendernos, si un blanco llama negro a un afroamericano le está insultando; pero es un afroamericano quien le llama negrata la ofensa cambia a un saludo entre colegas. Lo de Zowi (otra cosa es que funcione) va por ahí.

Por eso, vocablos como puta (o bitch, su equivalente en inglés) y pussy (en este caso evita la forma española para denominar a la vagina) son corrientes y redundantes en las letras de sus canciones y en sus llamadas al público. Obviamente, asuntos como el dinero, las droga y las insinuaciones sexuales («oye papi /tú dame eso /yo quiero que me lo hagas hasta que me quede en los huesos») también forman parte del imaginario de Zowi, al igual que en el de sus compañeros. Pero esa reafirmación feminista con el argumento «quitemos la exclusiva a los tíos» también se advierte en el escenario, donde las dos chicas que le acompañan juegan a comportarse como esas señoritas de lujo que conforman la iconografía de los vídeos de los raperos machos, muy machos: ropa ajustadísima, movimientos de trasero buscando guerra, algún pecho al aire, falsos entretenimientos lésbicos...

Pero tengo dudas de que todo eso sea de veras feminismo a la inversa, pues en ocasiones, más que una autoafirmación dando la vuelta a los códigos masculinos parece que solo es un divertimento en el que canciones y gestos se desvanecen como el humo una vez terminado el concierto. Esta sensación se refuerza viendo la actitud del público, jovencísimo, en el que, más allá de haber calado la manera de vestir (en ellas, claro) y la gracia de decir «¿Qué pasa, putas?» en vez de «¿Qué hay, colegas?» no se mostró especialmente concienciado. Ni entusiasmado con las canciones, por otra parte, tautológicas en su contenido, discretas en lo musical y faltas de brío en su interpretación (La Zowie, acompañada por un DJ, lleva las letras grabadas y cuando le apetece las dobla en directo). Súmese a eso que la actuación que dio en Las Armas no pasó de media hora (los espectadores pagaron 0.33 euros por minuto, pero no se protestó ni se pidieron bises).

En fin, que así están algunas cosas en el negocio. Seguidor de muchas músicas como soy, no se me ocurre demonizar el trap ni el reguetón, formas que me proporcionan algunos momentos de asueto. Pero conviene reflexionar de vez en cuando sobre sus artistas, sus formas y sus contenidos. De ahí que el miniconcierto de La Zowi en Las Armas fuese, más que otra cosa, un minimaster en sociología musical (del tamaño del de Casado y así, vaya).