Los obituarios suelen ser ocasiones para la hagiografía; pero en el caso de Bernardo Bertolucci, fallecido a los 77 años, se impone más una reivindicación. En su día definido con frecuencia como «uno de los cineastas más influyentes de nuestros días», con el paso de las décadas los elogios dirigidos hacia el italiano disminuían al tiempo que las discusiones sobre su trabajo insistían más y más en quedar reducidas a la maldita escena de la mantequilla. Pero aunque su capacidad para ser incendiario y controvertido fuera disipándose, Bertolucci nunca dejó de ser un narrador único a la hora de combinar lo íntimo con lo épico, lo personal con lo político y lo sensual con lo ideológico, ni de deslumbrar en el proceso con su rico ideario estético.

Empezó a dejar todo eso claro con su segunda película, Antes de la revolución (1964), en la que retrataba una lucha interior que no era sino reflejo de la suya -»habla de mi imposibilidad de ser marxista, dada mi condición burguesa», diría de ella-. Hoy considerada una obra esencial de la nueva ola de cine italiano, la película en todo caso muestra a un Bertolucci cuestionando su deuda con el cine de sus mentores y de contemporáneos como Godard, a quien tomaría explícitamente como modelo en Partner (1968).

ESTILO ROMPEDOR / Lo que vino inmediatamente después fueron dos de sus mejores películas, La estrategia de la araña (1970) y El conformista (1970). Basadas en sendos textos de Jorge Luis Borges y Alberto Moravia, ambas son meditaciones sobre el pasado fascista de Italia apoyadas en narrativas fragmentadas y estilos visuales rompedores. Ambas, además, las rodó el cinematógrafo Vittorio Storaro, dando origen a una longeva relación profesional.

También El último tango en París (1972) es una película profundamente política. Después de todo no habla solo del peligro de la sexualidad y el amor como agente traumático, sino que también explora las consecuencias de la revolución sexual. Para muchos, sin embargo, en su día todo eso dio igual: la película -sobre todo, sí, por la maldita escena de la mantequilla- se convirtió en símbolo de la depravación y la decadencia de Occidente. En Italia se ordenó la destrucción de todas las copias existentes, y se impuso a Bertolucci una pena de cuatro meses de cárcel. Y en años posteriores, hasta su muerte en el 2011, la actriz Maria Schneider insistió en que el maltrato sufrido durante el rodaje le había hundido la vida.

¿Fue esa la experiencia más amarga de la carrera del director? ¿O fue quizá el fracaso comercial de Novecento (1976), epopeya de cinco horas sobre un grupo de campesinos que deciden rebelarse contra su terrateniente durante la primera mitad del siglo XX y sin duda su obra más ambiciosa? Sea como sea, tras dirigir dos películas deliberadamente menores, La luna (1979) y La historia de un hombre ridículo (1981), pareció desaparecer del mapa.

Cuando volvió a la luz seis años después, lo hizo a bordo de una inmensa contradicción. El último emperador (1987) por un lado fue la película que le proporcionó el éxito mainstream -nueve Oscar- que él siempre había ansiado, pero por otro marcó el inicio de una obsesión por las narrativas de reclusión y aislamiento. El último monarca de China había nacido entre lujos imposibles y acabó sus días pobre y anodino; los turistas protagonistas de El cielo protector (1990) eran almas a la deriva en un mundo que no los quiere; Pequeño Buda (1993) era una reivindicación de los ideales budistas de negación del yo e impermanencia; y la trilogía formada por Belleza Robada (1996), Asediada (1998) y Soñadores (2003) funciona a modo de largo estudio de personajes.

Durante la siguiente década, Bertolucci huyó del mundanal ruido, una vez más. Lo que empezó como un dolor de espalda crónico se agravó por culpa de una caída y una fallida operación quirúrgica. Postrado en una silla de ruedas, durante años se negó a aparecer en público. Durante la presentación de su siguiente película, Tú y yo (2013), se mostró lleno de energía. Aquella también era una historia de confinamiento, pero una que acarreaba la promesa de un resurgir. El cáncer la ha dejado incumplida.