No seré yo el que les coma la cabeza con teorías filosóficas sobre la liquidez de la sociedad, la instantaneidad y todos esos aspectos que nos gusten o no nos definen como sociedad hoy en día. Sí les confesaré que leer al sociólogo Zygmunt Bauman me voló la cabeza que diría un amigo mío, es decir, que me sirvió para descomponer lo poco que tenía formado en la cabeza y para rearmar ese rompecabezas mental que a menudo tenemos… pero me temo que eso es un jardín muy ambicioso y que dejaremos para otro día si me decido a abrir esa cuestión.

Lo que sí tengo claro es que estamos instalados en un ritmo de vida en el que no toleramos la mítica frase de «vuelva usted mañana». Simplemente no concebimos que la normalidad pueda ser esperar a mañana. Nos cabrea, por ejemplo, que una serie no estrene todos sus capítulos de golpe si no que siga el método antiguo de hacerlo semanalmente (a mí mismo me acaba de suceder con la segunda temporada de Hierro con la inconmensurable Candela Peña). No somos capaces, siguiendo por los ejemplos, de dadas las circunstancias, de aceptar fácilmente que no vamos a poder cumplir los plazos marcados para la normalidad o ni siquiera nos entra en la cabeza prácticamente, o nos cuesta mucho, que se pueda planificar un viaje para dentro de un año. Nos hemos instalado en la inmediatez y en la rapidez, en la idea de que lo que no se puede hacer ya o no se puede ejecutar, no tiene apenas valor. Nos hemos creído esas alocuciones de que lo que importa es el ahora pero, encima, lo hemos interpretado mal. Que lo que importe sea el día a día no invalida que, en realidad, lo que de verdad importa es el futuro, el poder estar en él. No quiero parecer un coach (y de los malos) con la manida frase de que lo que hay que hacer es disfrutar del camino pero nos debería preocupar esa rapidez con la que queremos afrontar todo y, sobre todo, sus consecuencias.

Algo que también afecta de lleno al sistema cultural entendido en su sentido más amplio. Más veces de las recomendables sucede que no se valora el periodo de barbecho que debe tener un creador cultural o, lo que es más grave, la preparación que hay detrás. Parece que solo es importante el momento del hecho cultural, el disfrute del momento y, después, el vacío. Una supuesta nada que hay que llenar con más contenido y así hasta el infinito. Echo en falta la virtud de detenerse ante algo, un acontecimiento, un hecho cultural, un paisaje… para poder reflexionar sobre ello.

No entiendo esas prisas por tener opinión sobre algo. Defiendo y defenderé que la crítica y la reflexión debe hacerse desde la pausa que solo puede ofrecer el tiempo y la inmediatez desmedida solo puede llevar a juicios erróneos o, lo que es bastante peor, a la obligación de tener que tomar partido por algo de lo que quizá apenas conoces nada. La dictadura de la opinión está muy relacionada con la liquidez y la urgencia autoimpuesta desde la propia sociedad.

En Hierro, Candela Peña llega a una isla (la que da nombre a la serie) en la que el ritmo de la vida es totalmente diferente. Ella, una juez que llega rebotada a ese lugar castigada por sus superiores, se afana en tratar de darle agilidad a las cosas sin mucho éxito. Es una serie y ya saben que la ficción es difícilmente trasladable a la cotidianidad pero muchas veces siento envidia porque ojalá tuviera la capacidad de bajar las revoluciones de la vida para poder detenernos, no para bajarnos de la misma, sino para poder analizarla, interpretarla y si queremos, cambiarla. Vivir es esto. Y nos va mucho en ello.