Una de la bandas del rock español de los 80 más originales y alternativas fueron los Toreros Muertos. Quizá porque siempre se tomaron muy en serio no tomarse demasiado en serio, fueron autores de varios himnos generacionales pero nunca fueron grupo de grandes masas. De público fiel pero minoritario, destacaron por sus letras provocadoras que hoy en tiempos de nuevos censores les podría crear algún problema, y por su afición a romper los géneros musicales y escénicos, del punk a la verbena, de la new age al vals, del circo al vodevil, del rock al pasodoble. Capitaneados por un Pablo Carbonell que conoció la popularidad en programas de televisión, dejaron cuatro discos que hoy son casi cuatro rarezas de culto: 30 años de éxitos (1986), Por Biafra (1987), Mundo Caracol (1989) y Los Toreros Muertos cantan en español (1992).

Treinta años después han vuelto a los escenarios y el viernes llenaron Las Armas ante un público entregado que bailó y coreó los viejos clásicos como hicieron en su época adolescente. Sonaron prácticamente todas las canciones de entonces, On the desk, Para Ti, Pilar, Hoy es domingo, Yo no me llamo Javier, Las Piedras, Estoy muy contento, Soy falangista, Soy un animal, Tu madre tiene bigote o Bum bum 1789. También aprovecharon para presentar gran parte de sus canciones nuevas del disco La bicicleta estática. Además de la que da nombre al nuevo trabajo, tocaron Zamorana, Me voy a la siesta, Siete novias Elena, Todo lo hice por ti, Hasta siempre y una canción que los turolenses deben tomarse con sentido del humor: Teruel. Cerraron, como no, con una canción ineludible, Mi agüita amarilla.

Con un solvente Fernando Polaino (ex Los Lunes y La Cabra Mecánica) a la guitarra y Antonio Iglesias a la batería, dos de los fundadores de la banda (Many Moure al bajo y Pablo Carbonell a la voz) demostraron que no son un grupo revival que apela a la nostalgia de sus viejos seguidores. Todo lo contrario. Demostraron que estos Toreros Muertos tienen cuerda para rato, que bajo un mundo de parodia, humor y desmitificación se oculta una banda de calidad que maneja con soltura los registros de cualquier buen grupo de rock y un Pablo Carbonell que a sus grandes atributos de payaso se le añaden unos excelentes recursos vocales Sin pretensiones, sin liturgias excesivas. Introduciendo las dosis de humor e irreverencia que cada día son más necesarias, pero sin caer en el resbaladizo terreno de la frivolidad. Aparcados los excesos de décadas anteriores, ofrecen dos horas de espectáculo que no sólo hará disfrutar y recordar viejos momentos a los nostálgicos, sino que pueden enganchar a un público joven que busque algo más que estribillos ramplones y acordes ya escuchados previamente. Larga vida a estos toreros muertos.