Más de dos décadas después de publicar Ni un pelo de tonto, la novela que lo convirtió en uno de los grandes de la narrativa estadounidense, Richard Russo (Johnstown, Nueva York, 1949) ha vuelto a aquellas mismas calles ficticias de North Bath para reencontrarse con sus viejos personajes en Tonto de remate (Navona).

—¿Por qué optó por hacer una secuela? ¿Le quedaban cabos sueltos por atar?

—Nunca tuve la intención de hacerlo con ninguna de mis novelas. Lo que pasó es que cada vez que veía a un escritor amigo mío me preguntaba por Sully o por Rub, como si fueran gente real. Y yo siempre le decepcionaba, porque no tenía nada que decirle. Luego pasó que, en unas cenas en casa, me contaron un par de historias maravillosas y a medida que las escuchaba pensé que eso le podría haber pasado a Rub Squeers o al policía Raymer. Así echó a andar el libro. Pero quizá la razón más importante para hacer la secuela fue que, al empezar a escribir, volví a encontrarme con Sully y eso fue como resucitar a mi padre, porque el personaje está basado en él.

—¿Qué sintió?

—Fue estupendo porque mi padre era muy entretenido y no pude disfrutar demasiado de él cuando era niño. Mis padres se separaron pronto y yo crecí preguntándome si había hecho algo malo para que él no estuviera cerca de mí. Luego nos volvimos a reencontrar, pero lamentablemente no pasó mucho tiempo hasta que murió, así que escribir este libro fue como extender nuestra relación otros cinco años.

—Muchos de sus personajes están insatisfechos con sus vidas. Se miran en el espejo y no les gusta lo que ven. ¿Diría que es un reflejo de ese Estados Unidos de las vidas pequeñas de la que usted tanto a escrito?

—Quien mejor encaja en esa descripción es Ruth, la antigua amante de Sully, que sueña con dejar a su marido. Se siente atrapada por los hombres. Su marido acumula un montón de cachivaches inútiles que ensucian su vida, y ella sueña con ir a algún sitio que tenga un baño elegante y limpio para purificarse bajo el chorro. Yo tengo 67 años y, tras observar durante mucho tiempo a la gente, diría que, al llegar a ciertas edades, te levantas un día y te preguntas: «¿Cómo narices me he convertido en lo que soy?». Yo tenía otros planes. Y la gente se pone a buscar una salida. No creo que sea algo propio de la vida en los pueblos o de Estados Unidos, sino algo bastante universal a partir de cierta edad.

—¿A qué responde el tono tragicómico que impregna su obra?

—Yo soy un optimista cauto. Los personajes de Ni un pelo de tonto y Tonto de remate representan mi forma de entender la estupidez humana y lo generalizada que está. Pero para mí, el hecho de que todos seamos bobos es un reflejo de nuestra humanidad compartida. Casi todos nos pasamos la vida tratando de aparentar que no somos tontos, aunque las evidencias al contrario sean abrumadoras. «No se preocupen, todo está bajo control», le decimos al mundo como si fuera verdad. Y eso es maravillosamente entretenido. La empatía se deriva más de nuestras debilidades que de nuestras virtudes, o así al menos es como he planteado mis novelas.

—Usted creció en un pueblo desindustrializado como los que han dado la victoria a Trump. ¿Cree que sus personajes habrían votado por él?

—Por su perfil demográfico, muchos de ellos podrían haberle votado, pero hay matices. Mi impresión es que la señora Beryl, que es la persona más inteligente de las dos novelas, habría visto a Trump como el estafador que es, lo habría calado en 30 segundos. En cuanto a Sully, que participó en la invasión de Normandía y perdió a muchos de sus amigos en la guerra, le hubiera parecido una broma imaginarse a Trump como comandante en jefe. Quizá simpatizaría con parte de su retórica proletaria, pero también pensaría que este hombre nunca ha hecho nada por América ni por el bien común. Que todo lo que ha hecho en su larga carrera es engordar sus bolsillos con el dinero de otros. Y quiero pensar que otros de mis personajes habrían llegado a la misma conclusión.

—Usted firmó junto a otros escritores una carta contra la candidatura de Trump, pero a los literatos apenas se les oyó durante la campaña electoral. ¿Se han apartado los escritores de la vida política o es que han perdido su peso moral?

—No lo creo. Otro escritor ha contactado conmigo y varios de nosotros vamos a escribir un libro poselectoral sobre Estados Unidos en la era de Trump. Y en el pasado se hicieron también otras cosas, lo que pasa es que los escritores estamos demasiado acostumbrados a usar la voz individualmente y además este es un país muy grande, así que nos cuesta ponernos de acuerdo.

—Al viajar por el país siempre tengo la impresión de que en buena parte de Estados Unidos el reloj se paró hace 50 años. Casi nada bueno ha pasado desde entonces, pero no parece que en Washington se hayan dado cuenta.

—Ni lo saben ni están particularmente interesados en averiguarlo. Y ahí reside en parte la frustración de la gente. Yo soy uno de esos. Todos mis libros son en realidad sobre un mismo sitio. Tengo gran respeto por los que han sido abandonados por la política y los gobiernos. A nadie le preocupa sus vidas. Y si algo bueno puede salir de estas horribles elecciones es que se les empiece a prestar atención.

—En muchos escritores hay un tema subyacente que permea su trabajo, como si toda su obra girara en torno a una cuestión.

—Si hay tema en mi obra es la convicción profunda de que no hay vidas pequeñas. Yo vengo de una familia y una comunidad que nunca tuvo la menor influencia en nada, de esa clase gente que no es aparentemente importante. Y yo también me vi así mientras crecía. No tenía grandes expectativas y nada me hacía pensar que me convertiría en lo que soy hoy. A medida que me hice mayor y me puse a escribir sobre ellos, me di cuenta de que esas vidas son plenas, están llenas de drama, de importancia y significado, al igual que las de aquellos en los más alto de nuestra sociedad. A mí es la gente que más me importa en el mundo.