No es habitual que un libro de viajes concluya con una exposición de los motivos que han llevado a emprenderlo. Es un cartucho que suele quemarse en las primeras páginas o en la misma introducción. Sin embargo, es precisamente en el último párrafo de Invierno Medirerráneo (Ediciones B), la última obra de Robert D. Kaplan (Boston, 1951), donde se desvela la génesis más profunda de este recuento de sensaciones recogidas por el autor en sus viajes de juventud por la cuenca mediterránea.

Robert Kaplan revisita sus cuaderno de notas a la manera de Patrick Leigh Fermor, a quien dedica su último capítulo y de quien recoge la fórmula magistral de que no hay caminos trillados sino falta de imaginación. Desde la puerta mediterránea de Marsella --caos, improvisación, luz, olor a salitre--, esos viajes reconstruyen la fascinación en tercera clase de una mirada joven, con mochila y con un presupuesto de pensiones económicas, por la historia de Túnez, Sicilia, Italia, Dalmacia y Grecia, con referentes literarios de la altura de Robert Byron, RebeccaWest, Lawrence Durrell y el propio Fermor.

Falta quizá la tensión narrativa que Kaplan ha sabido imprimir más recientemente en sus crónicas viajeras sobre política actual --el mejor Kaplan es tan periodístico como literario--, de modo que la frescura sobre los puntos de vista acerca del conclomerado cultural que recorre fuera de temporada se resiente a facor de una cierta erudición propia de manual.

Sólo el prestigio de Kaplan, que ha radiografiado con talento alguno de los puntos más calientes de la Tierra, otorga a este libro de viajes la calidad de un más que válido relato iniciático, de aprendizaje en movimiento, de camino que se traza andando, o navegando. Invierno Mediterráneo es la crónica del despertar a una inquietud y a una expectación lúcida ante la vida, y el maestro Fermor lo aprueba con nota.