La última novela de Rosa Regás, Diario de una abuela de verano (Planeta), se inicia mirando un amanecer en el Ampurdán un día de julio, a la espera de que por la casa vayan apareciendo los niños. Ellos duermen, pero ya están los pájaros despiertos, ya está la Naturaleza funcionando con la luz y el aire fresco. El escenario parece idealizado, pero Regás puntualiza que todos los paisajes son igualmente bonitos, sean el desierto, la selva, el mar o la montaña, da igual: "Lo único que necesita un paisaje es que unos ojos lo miren. Porque entonces, si se le presta atención, aparecen los trinos de los pájaros; o si no están, aparece el silencio o el rumor del viento. En cualquiera de los paisajes del mundo se pueden hacer unas páginas bellas"

Desde 1991 la escritora, que reside en Madrid, se lleva el mes entero con ella a la gran casa rural a sus trece nietos, todos barceloneses, nacidos de sus cinco hijos. Tienen entre dos y catorce años. Regás recuerda el refran catalán En verano, todo se arregla en asunto de organizarse y que "la casa se hace de goma".

Y así como los paisajes no es que sean mejores o peores, sino que les prestamos más o menos atención, Regás observa cómo "cada nieto se enfrenta de manera diferente a las mismas cosas" y pasa de abuela a narradora omnisciente y los niños se convierten en personajes de este diario por el que se percibe el paso del tiempo.

CONCIENCIA TEMPORAL

Relata el libro cómo regresan por el camino del bosque una noche la abuela y los nietos en silencio: el cielo está lleno de estrellas y el aire de signos y aromas Y la abuela piensa que ese regalo que les da cada verano para su memoria durará más que ella misma, porque mi turno toca ahora, en el presente, pero no en el futuro , escribe.

"Es posible que quiera resarcirme con ellos --explica la novelista--, yo tuve la infancia de los vencidos. Una infancia profundamente desgraciada...". Pero ella, que ha llegado a decir que "en mi familia se vino todo abajo; no se salvó nadie", declara que: "Con los hijos he pasado los momentos más divertidos y apasionantes de mi vida. He disfrutado más con ellos que con mis nietos".

Y lo dice saliendo al paso de quienes le achacaron haberse dedicado a tantas cosas teniendo cinco hijos: "Cuanto más comprometida está una mujer con su época, más puede dedicarse a los hijos. Tal vez no en tiempo sino en intensidad y calidad". Y agrega: "Yo no quise renunciar a ninguno de los aspectos que me ofrecía la vida".

La editora, la integrante de aquella gauche divine barcelonesa, la traductora de las Naciones Unidas, la directora del Ateneo Americano era consciente de que "lo que se desea en la infancia no tiene posibilidad de conseguirse en plenitud porque pertenece al ámbito más intimo de carencias del ser humano, las que nadie podrá nunca saldar".

Rosa Regás observa a sus nietos y descubre cómo "las preguntas que uno se hace toda la vida, ellos las plantean con una gran simplicidad y se ven más diáfanas". Cuenta cómo un día, sentados en la playa frente al mar jugaban a ver quién veía más cosas y uno de cinco años peguntó qué había detrás de aquella raya final del mar. "Los cantos de los pájaros nuevos los descubren ellos". Y destaca la clara simplicidad de los sentidos de los niños "no cargados de conocimientos ni influencias, ni dogmas, que te contagian una manera de mirar que una ya había olvidado.".

La escritora señala cómo contempló con pena el comportamiento "maleducado" de algunos de los niños, sobrinos del Principe, durante la ceremonia de su boda. Recordaba cómo en Ginebra vivía cerca de una iglesia ortodoxa en la que había chiquillos que, de pie, no se movían en las largas ceremonias. En su casa del Ampurdán se dan también peleas infantiles, en un capítulo de la novela lo hacen. Rosa Regás siempre les dice: "Si ahora os peleáis, cuando seáis mayores os mataréis".