Rufus Waimwright dejó la guitarra que le acompaña y se sentó al piano que le ama. Después de haber estampado su arco iris vocal en el corazón de los asistentes a su concierto en el Teatro Principal, hipnotizados por los registros y los giros del neoyorquino, se introdujo a capela en su bosque animado. Y cantó Candles entre silencios de una belleza arrebatadora, sintiéndose sacerdote supremo. Sin un solo instrumento, se escucharon el viento transportando las hojas y las huellas en la nieve. Sentimentalmente desnudo, vistió de complicidad emocional una atmósfera litúrgica, de mártires voluntarios que cayeron en sus brazos sin la menor resistencia.

La noche tenía una sola e intensa estrella en cielo acústico del Principal. Waimwright lo sabe y ejerce. Ópera y pop, charlatán infatigable entre trago y trago de complicidad con el público. Sombra y luz según le conviene, abrazó el teatro zaragozano con la calidez de sus melodías, puros ejercicios de seducción. Vibrate, The Sword of Damacles, Jericho Greek song, Cigarettes and chocolate milk, Poses, Going to a Town... Oraciones shakesperianas (A Woman's face), rezos de su intimidad confesable a todas luces. Próximo, irónico, inalcanzable.... Divo.

Cerró el primero de los dos bises premeditados con el Hallelujah de Leonard Cohen, cómo no. De nuevo condujo su don por encima de las nubes agudas para hacerla descender hacia las delicadas grietas arenosas de una voz cautivadora. Rufus Wainwright sembró Zaragoza de romanticismo y, como tributo, raptó cientos de corazones. Esa es la gran banda que le escolta en los recitales.