Mentiría si no reconociera que he gozado de ciertos privilegios. He podido escoger qué preguntaba, a quién y, sobre todo, en qué época. He conocido la historia entera del hombre con todos sus extremos: he visto actos de generosidad cuya mera mención clama al llanto y muestras de mezquindad que piden rabia y destrucción. No puedo, en cambio, viajar al futuro. No se me ha concedido esa facultad. Y sin embargo, me atrevo a traer aquí un vaticinio con la fórmula clásica de la buena y la mala noticia. La buena: el hombre está en la tierra para inventar cosas. Es indiscutible. De todas sus capacidades, sólo puede reclamar ésa como exclusiva. ¿La mala noticia? Que sus dos grandes inventos ya han tenido lugar. Uno es la idea de dios. El otro es el dinero. Ambos han contribuido a la supervivencia del hombre. Ambos podrían provocar su destrucción.

Nada tuve que ver con la invención de dios. No hacía falta formular pregunta alguna; flotaban todas en el aire y fue necesario inventarlo precisamente para dar respuesta a los interrogantes que emanaban de la vida y la muerte, de los ciclos de las cosechas, del rostro terrible de los planetas en la noche.

En cambio, sí puedo decir que en algo contribuí al nacimiento del dinero. Ustedes ya saben que durante muchos siglos, el modelo de intercambio de bienes entre los hombres era el mero trueque: dos pieles curtidas, a cambio de 18 paquetes de sal. Tú te abrigas con mis pieles; yo, con tu sal, seco y conservo la carne de mis reses para todo el invierno. Era muy pesado. Había que discutir en cada intercambio el valor de los elementos en juego. Y, sobre todo, había que armar unas cadenas interminables. Supongamos que yo quería tu sal, pero tú no necesitabas mis pieles, sino una cabra para hacer quesos con su leche. Y el dueño de la cabra quería una vasija de barro cocido. Para conseguir tu sal, yo tenía que recorrer la cadena al revés: cambiarle mis pieles al de la vasija para conseguir luego con ésta la cabra que tú aceptarías en pago por la sal.

Había que ponerse de acuerdo en algunos objetos que tuvieran un valor más o menos objetivo. Tu sal, por ejemplo, tan necesaria para conservar alimentos, era casi como una moneda. Podías cambiarla por casi cualquier cosa, porque quien la recibiera de tus manos sabía que se hacía con algo objetivamente valioso. Lo mismo ocurría con las pepitas de ciertos metales como el oro y la plata, las pieles de algunos animales, ciertas cabezas de ganado, algunos cereales. Pero era imposible ahorrar o invertir. Supongamos que decidías producir el doble de sal para comprar madera al año siguiente para hacerte una puerta nueva. Imaginemos la angustia de pensar qué pasaría con toda aquella sal si llegaban las lluvias. En cambio el electrum, aquella mezcla de oro y plata que se conservaba bien en toda circunstancia y a la que se podía dar una forma más o menos redondeada, casi como una almendra...

Acompáñenme al invierno del año 600 antes de Cristo. Estamos en Lidia, un reino del Asia Menor que- Resumiendo: en lo que ahora sería el oeste de Turquía. Estamos en la fragua de un tal Praxíteles, digamos, un herrero cualquiera de Sardes, la capital. Hace fichas de metal. Vienen a ser como almendras con una cara lisa. En la otra cara, Praxíteles les hace una marca con un