Cada día se habla más de los trabajadores y trabajos que serán sustituidos por robots. Incluso existen varias páginas webs que avanzan lo que pasará con determinados oficios. Si se introduce allí la palabra «camarero» se descubre, según dice la pantalla, que existen un 90 por ciento de probabilidades de que dicha labor sea sustituida por una máquina.

Lo peor es que parece verosímil. Lamentablemente la inmensa mayoría de camareros realmente existentes -uno se resiste a denominarlos profesionales- se limitan a ser, en los restaurantes, meros transportaplatos, y en demasiadas ocasiones ignorantes de qué es lo que llevan. Tampoco es que en los bares el asunto mejore, especialmente si el cliente quiere saber algo más del vino o la tapa que va a ingerir.

Ante tal panorama, uno no sabe qué es peor. Si que una máquina me sirva y acerque dicho vino -seguro que, si le preguntamos, nos ofrecerá una nota de cata con seductora voz- o recurrir al socorrido autoservicio, tan habitual en determinadas franquicias.

A modo de ejemplo, el steak tartar es un plato que se prepara -se debería- a la vista del cliente, que va probando y eligiendo la intensidad del picante, de los sabores, etc. Sobran dedos de una mano para contar los locales que en Zaragoza lo sirven así.

De desespinar pescados, preparar carnes, flamear, etc. ni escribimos.

Es cierto que quedan profesionales con mayúsculas, pero la mayoría peinan canas y quienes deberían heredar sus habilidades no parecen estar por la labor de aprender y dedicarse a tan noble oficio. Que no hace mucho era el preferido en la hostelería, relegado el cocinero a unas infectas cocinas.

O recuperamos cierto glamur en la sala o los bares y restaurantes se irán despersonalizando, uniformando, aborregando, aburriendo… con lo que perderemos una parte significativa de nuestra cultura. Mientras tanto, la comida preparada acecha en las estanterías, esperando su oportunidad para pillar cacho.