La enfermera le había dicho que tenía que hacer ejercicio y eso también me costó traducírselo. ¿Cómo explicarle que se tenía que mover sin otra finalidad que el movimiento en sí mismo? De donde ella venía, los niños corrían porque eran niños, las mujeres se doblegaban y erguían para barrer o fregar. En el huerto y el campo, hombres y mujeres hacían ejercicio porque tenían que sembrar, labrar, plantar y un largo etcétera de faenas pesadas y agotadoras, pero era lo que tenían que hacer, eran sus obligaciones para sobrevivir. Si andaban largas distancias era porque tenían que ir a algún sitio y no tenían ni coche ni asno.

Todo esto me pasaba por la cabeza cuando la enfermera me dijo que mi madre tenía que hacer ejercicio. Como tardaba en traducir, la mujer empezó a hacer gestos con todo el cuerpo y los brazos y a decir: «Movernos más, hay que moveeeernos más». Mi madre la miraba sin entender nada, y yo, sobre todo, para que la enfermera dejara de hablar tan fuerte y articulando las palabras muy lentamente como si mi madre le tuviera que leer los labios, encontré la que necesitaba: «Gimnasia, dice que tienes que hacer gimnasia», y mi madre enseguida respondió: «Dile que yo ya hago mucho yendo y viniendo por el piso todo el día, fregando, limpiando, cocinando y recogiendo. Dile que tengo un marido brutico y seis hijos desordenados y que tú eres la única chica y que encima solo me ayudas durante los veranos porque durante el curso estudias». La última frase, claro está, era un reproche. Dejó de hablarme y dirigiéndose a la enfermera añadió: «Yo mucha gimnasia, mira, asín y asín y asín», y lo dijo haciendo los gestos de las tareas de casa. No le contó que casi no salía de casa.

Yo tenía más libertad de movimientos que ella y salía a correr todas las mañanas. Eso es lo que le decía, que me iba a correr. Pero no corría, me iba a ver a J. Yo tenía más margen de movimiento que mi madre, pero tampoco podía salir cuando quisiera y para encontrarme con J. tuve que montar todo un sistema de correspondencias horarias entre lo que se suponía que iba a hacer fuera de casa y lo que realmente hacía. Durante el curso fue más fácil. Los pasillos, las aulas y alguna vez los baños nos sirvieron de espacios de intimidad donde podíamos besarnos con urgencia. Por las tardes quedábamos en la biblioteca o en el bar de enfrente, que estaba algo escondido y donde no había clientes que pudieran conocer a mi padre para luego ir a contarle que habían visto a su hija besuqueándose con un chico. De las amigas de mi madre no tenía que preocuparme porque ellas, a los cafés, los bares o los restaurantes no iban nunca, aunque salieran más de casa que ella. Lo que sí podía pasar era que nos los encontráramos por la calle y por eso nos citábamos en sitios concretos y solo cuando estábamos dentro nos hablábamos. Nos despedíamos también adentro y una vez fuera hacíamos como que no nos conocíamos de nada. Se nos escapaba la risa andando cada uno por una acera de la calle y mirándonos de reojo. Felices. Cuando habíamos pasado un rato juntos éramos felices y tener que separarnos nos provocaba un dolor físico, como una uña cuando se separa del dedo. Entonces creíamos que nadie había sentido antes como nosotros, aunque citáramos poemas conocidos, creíamos que éramos los primeros en descubrir el amor, más cuando era un amor con esa plasticidad tan corpórea, el latido incesante en las carnes que nos provocaba una especie de vértigo.

Yo estuve a punto de empezar una relación antes de J. con otro chico hacía un par de años, pero cuando le conté mis circunstancias, me respondió que no tenía ganas de complicarse la vida. ¿No vernos más que a escondidas y antes de que oscurezca y nunca en medio de la calle? ¿No poder salir nunca de noche ni ir al bar de los billares donde se encontraba toda la pandilla? «Tus hermanos sí que van al bar, yo los conozco y somos colegas», me dijo. Intenté pintarle como normal lo que no lo era. Le conté que cuando tenía 12 años, mi padre me vio en la calle hablando con un maestro y que se enfadó mucho, conmigo y con mi madre. Pero no pude convencerlo: «Tú y yo no somos Romeo y Julieta, me gustas mucho, pero no lo bastante como para arriesgarme a que me rompan la cara». Fue así como entendí que, «en mis circunstancias», no era suficiente gustar un poco, que tenía que esforzarme para gustar mucho, y así empecé a restringir aún más los alimentos, decidí ir a correr todas las mañanas, quemar todo lo que me entrara en el cuerpo para disimular la presión más grande en la que vivía.

Pero desde que «salía» con J. corría muy poco. En vez de eso me iba a verlo al portal de su casa.

Mañana, el cuarto capítulo: ‘Hay un chico’.