Era alegre como un pájaro y se lo ha llevado la muerte de un disparo largo, medido a larga distancia, con un perdigón microscópico pero cruel y tenaz, en una pacífica mañana de sábado.

Era Joaquín Carbonell un saltimbanqui de la vida, en todos los estilos y juegos; se subía a remolques y escenarios y desplegaba sin miedo sus artimañas como el feriante que vende ilusiones y baratijas, de pueblo en pueblo, para terminar a menudo extrañamente solo en la noche.

Era ocurrente y popular, elástico y sufrido como éramos los niños de 1950, siempre en la calle, a la espera de milagros y sustos. De peleas y tozolones. Solía llorar de risa ante las cosas cotidianas, las gorras de visera y los autoritarismos, contaba.

Era también un gran observador de todos los espectáculos y creador de personajes rutilantes y estrafalarios (La Paca, Pascual, Casimiro...) y toda una galería de héroes inútiles, descreídos de lo solemne y aferrados tan campantes a la derrota.

Fue un resistente, sorteador de silencios lanzados contra él desde la Planta Noble, donde los trapaceros y los tontainas se encastillan siempre, guardianes de la cultura más triste y la subvención. Carbonell era, en fin, un cantautor sin chófer, un coleccionador de intemperies, un entrevistador fotomatónico, y, en fin, un medallista aragonés del último segundo.

Me encontré con él por primera vez en una oscura misión de Burundi (año 1976), al escuchar una cinta que me enviaron mis padres. Era un cantautor atípico en sus letras, muy bien timbrado, que, en vez de maldecir al patrón implacable, se fijaba cómo se retiraban los pájaros a dormir, cansados, al atardecer, mientras seguían vareando los temporeros.

Años más tarde, llegamos a escribir juntos en una redacción, mesa con mesa, estrujando los límites de lo que aquí pasaba en crónicas y reportajes y riendo como piratas de nuevo ante la persistencia terca de los poderes en cada milímetro de la realidad. Llegamos a construir pequeños catálogos de leyes nuevas, salvadoras por los pelos del simple hombre aragonés frente a la familia, la propiedad privada y el Estado. «Aragón es un reino sin ánimo de lucro», proclamamos.

Joaquín Carbonell hizo muchos amigos en estos últimos 50 años. Y, ahora que se ha ido, contemplo con alegría que, por fin, la sociedad reconoce su importancia y su peso en una cultura de la intemperie, de ese duro suelo aragonés, al que él hubiera querido regalar el mar.