Lunes 22. En 1988, viendo todos los días antes de comer el programa 3x4 en la segunda cadena de Televisión Española, fui uno de los miles que debimos de enamorarnos perdidamente de Julia Otero. Era joven, guapa, divertida y ocurrente (el programa era en directo). Desgraciadamente, con el paso del tiempo demostró que podía ser aún mejor: sabía entrevistar, no perdía nunca los papeles, y era tan elegante como capaz para hacer lo mismo un magacín de radio, que escribir un artículo en prensa o volver a empezar en la tele. El pasado lunes iba en un taxi que tenía sintonizada Onda Cero, justo en el momento en el que comunicaba a su audiencia que tenía cáncer. Estuvo muy bien: natural, clara, con las palabras medidas y con el punto adecuado de sentimiento, hablando con una positividad cercana y creíble. En uno de sus momentos más difíciles, Julia estuvo más en la onda que nunca.

Martes 23. Hace 40 años (¡glups!), a las 18.22 minutos de ese lunes del mes de febrero yo tenía 13 años y estaba estudiando en mi habitación. Concretamente matemáticas. Y especificando, juraría que estaba con la regla de Ruffini y las ecuaciones de segundo grado. Así que cuando oí los tiros de Tejero y compañía, casi que di gracias al santísimo. Pero al ver que pasaba el tiempo y que a mi madre no se le iba la cara de susto, empecé a analizar y se me empezó a atragantar la tarde. Seguramente ayudaba que mi padre trabajaba como director de un periódico en la comunidad donde sacaron los tanques a la calle. Así que a mí se me empezó a poner cara de mayor, minuto a minuto. La infancia se iba a chorros diciendo adiós por la ventanilla, y los pantalones largos y los problemas irrumpían para quedarse para siempre. Ese día creo que adelgacé tres kilos, crecí ocho centímetros y me salió pelo en los sobacos y piernas, todo a la vez. Como para olvidarlo.

Jueves 24. Se cumplen 30 años de El silencio de los corderos, la excelente película de Johnatan Demne que consigue que un escalofrío te recorra por la espalda desde su inicio y éste no pare hasta su final. No quiero volverla a ver, no sea que me decepcione. La creación tan oscura y tenebrosa que hizo Anthony Hopkins mezcló de manera perfecta con la frialdad de una Jodie Foster que aún hoy sigue teniendo esa apariencia entre gélida y preocupada. Y es que ella misma recuerda que algo de la atormentada inspectora del FBI Clarice Starling se le quedó para siempre en su personalidad. Y no me extraña.

Viernes 25. Por fin compro Alegría de Manuel Vilas. Aunque con reparos, porque creo que el título es de pega: alguien que volcó en Ordesa todo lo que volcó no puede dar un volantazo de tal calibre. Y ya lo cuenta casi en el primer párrafo el autor: todo lo que no acaba de matarte, de hundirte o de eliminarte, acaba emergiendo y creando alegría, a modo de némesis. De aquellos dolores, estos gozos, viene a decir Vilas. También sucede que a partir de los cincuenta y tantos todo el mundo ha sufrido ya dolores de todo tipo (como oí a un buen tipo esta semana, «a determinada edad, todas las perdices tienen plomo»), y algunos se enquistan como si fueran okupas mentales. Pero no hay de qué preocuparse porque según Vilas nos esperan grandes dosis de glorias y alegrías. No sé yo, no sé yo...