Muchos de ustedes van a ser clientes de hostelería en los próximos días, que para eso son festivos. Y si desde esta columna solemos comentar las actitudes de los malos profesionales, hoy toca hacerlo de los pésimos consumidores, que también los hay, por más que sean soberanos en el gasto de su peculio.

Mismamente, las reservas. Llamamos al restaurante, pedimos la mesa para seis y, como mucho, dejamos un teléfono, otro, falso, en demasiadas ocasiones. El hostelero ha dejado de vender esa mesa y espera que lleguen. Y ¿si no? Pérdidas, disfunciones, mal rollo en definitiva. A nadie nos gustó cuando los hoteles impusieron demandar la tarjeta de crédito para evitar los descuidos en el minibar, el teléfono u otros servicios. Hoy es habitual y, dado el panorama, pronto lo será para reservar esa mesa en el restaurante. Si engañamos, ellos se pondrán en prevengan.

Usted, como cliente, tiene derechos, pero no todos. Acude a un restaurante, no al comedor de su cocina. Y si la carne le gusta tan, tan hecha, debería entender que es criterio de la casa, hacerla o no. Si un carpintero se puede negar a hacer esa mesa imposible de dos patas, quizá el cocinero tenga también su dignidad profesional. Y, naturalmente, existen ciertos códigos que el cliente debería conocer o, al menos, no sobrarse. El Steak tartar, es carne cruda: si no le gusta, no lo pida; y, sobre todo, no lo pida muy hecho. Una vichyssoise es fría, no proteste si no está caliente: eso se llama crema de puerros. Y apenas hay bueyes, sépalo ya; lo que comemos por aquí es vaca vieja, muy buena, pero vaca, hembra y no macho castrado.

Si nos fiamos del que nos vende la ropa, hecha allende los mares; de los cacharritos electrónicos, elaborados por asiáticos mal pagados, ¿Por qué no hemos de hacerlo de unos profesionales que son conscientes de que juegan con nuestra salud?

Pues eso, sea cliente, pero sensato.