ANDRÉS CALAMARO, presentando el disco 'Bohemio'

LOCAL sala Mozart del Auditorio de Zaragoza

FECHA sábado, 17 de mayo

ASISTENCIA más de 1.200 espectadores

Dos apuntes incontestables. Uno: Andrés Calamaro fue vitoreado, aplaudido y piropeado sin mesura el sábado en la sala Mozart del Auditorio; dos: su concierto, al margen de otras consideraciones de las que hay que ocuparse, fue una clara demostración de manifiesta incompatibilidad (salvo casos, puntualmente excepcionales) entre rock y sala Mozart. Ya hemos repetido hasta la saciedad que el Auditorio está pensado para música clásica, y cualquier otra intrusión sonora en ese espacio debe de hacerse con sumo cuidado (trabajar con un volumen discreto, por ejemplo, algo que, lógicamente, no gusta mucho a los artistas). Si no se obra así el resultado es francamente deficiente. El sábado lo comprobamos de nuevo como el barullo que organiza la amplificación de los instrumentos y de la voz hace imposible apreciar detalles y matices en las canciones.

¿Somos unos tiquismiquis quienes así opinamos? Sí, si nos comparamos con el grueso de los espectadores a quien pareció no importar ese detallito del sonido. Ellos pagan, disfrutan, y al diablo con los matices. Claro que también puede ocurrir otro fenómeno: que no se esté apreciando el concierto tal cual está ocurriendo, sino que se paladee, por un lado la presencia del mito y, por otro, el eco, el recuerdo de unas canciones que han sido repetidamente paladeas y coreadas en disco; es decir, con sonido decente. Así, el espectador vuelca sobre el artista su propio imaginario y no al revés. Pero esto son teorías, claro.

NO FUE SU MEJOR CONCIERTO En el terreno de lo empírico, y al margen del asunto sonido embarullado, Calamaro no ofreció uno de sus mejores conciertos, francamente. Acompañado por una banda solvente, eso sí, armó una actuación dispersa, gritona y, en ocasiones, bastante desafinada. En una primera tanda lanzó canciones como A los ojos, Te quiero igual, Crímenes perfectos, Cuando no estás, Rehenes, Tantas veces, Tuyo siempre y Loco, algunas de ellas procedentes de Bohemio, su disco más reciente. Luego, con Carnaval de Brasil enganchó Take A Walk On The Wild Side, en claro homenaje a Lou Reed; y a Los aviones unió El ratón, pieza sublime del salsero Cheo Feliciano, recientemente desaparecido, que en honor a la verdad hay que decir que se escapó crudo. El tango Garua, de Enrique Cadícamo y Aníbal Troilo, dos grandes del género, dio paso a un peculiar break de dos instrumentales: una larga pieza free-jazz-rock y un blues.

Terminada la pausa freak llegó el tramo final con piezas como Bohemio, Plástico fino, Doce pasos, El salmón, Estadio Azteca, Sin documentos, Flaca (con un arranque del tango Volver) y Paloma. O sea, el delirio final con unos espectadores fascinados y un Calamaro con la directa puesta y conducción errática. Falsa retirada, gritos futboleros para pedir el regreso del artista al escenario. Alta suciedad y esa cariñosa necrológica titulada Los chicos cerraron la velada. Vibrante para los espectadores, discreta para quienes pensamos que el Calamaro del sábado es un reflejo algo desdibujado del que nos habría gustado ver y escuchar. Una presencia hamletiana deambulando por el Elsinore del rock. Otra vez será. Y en otro lugar, espero.