Es costumbre en Huesca comer pollo al chilindrón para San Lorenzo; Teruel se vuelca en las tortillas tras Semana Santa; los zaragozanos salen al exterior a comer para recordar la cincomarzada; nunca falta una nutrida mesa en el día del Pilar… Casi todas las celebraciones asentadas y tradicionales tienen una importante vertiente gastronómica. Pues la comida, especialmente la singular y excepcional, se asocia a la fiesta; o al revés y viceversa, como prefieran.

Salvo este San Jorge, que no acaba de encontrar su personalidad culinaria, quizá porque no le quedaba tiempo para cocinar entre dragón y dragón. Más allá del lanzón, que lanzó -nunca mejor dicho- la asociación de pasteleros, apenas existe gastronomía vinculada al patrón de Aragón. Y así le va a la fiesta, que no acaba de encontrar su sitio entre la reivindicación y el mero asueto.

De ahí que sea medianamente urgente, dentro de un orden, generar un algo gastronómico, plato, evento, producto, lo que sea, a ser posible vinculado a la explosión de productos que nos llegan en plena primavera. Sera baladí, quizá, y también puede argumentarse que las tradiciones no se crean -¿seguro?, ¿desde cuándo se ofrendan flores en el Pilar?-, pero no es menos cierto que son esas tradiciones las que impulsan sentimientos comunes y colectivos.

Quizá por ello no hayamos sido capaces, todavía, desde Aragón de generar un poderoso escaparate alimentario hacia el exterior, a pesar de nuestra nutrida y variada agricultura, ganadería y despensa. Lo que sí sucede en otras comunidades españolas, que han logrado crear una imagen gastronómica y agroalimentaria; repasen.

Lanzado queda el reto. Y para que no acusen al columnista de esconder la mano tras tirar la piedra, confiesa lo que comerá el próximo lunes, unos frescos y magníficos espárragos simplemente cocidos y regados con un excelente aceite de oliva virgen extra de esos olivos centenarios que pueblan nuestra tierra. Será por falta de lanzas…