No me escondo: yo hice la maldita pregunta. Pago con mi desgraciada vida errante desde hace más de 800 años la condena impuesta y pido perdón a quien corresponda, pero no me escondo. Fui yo. Y no lo pregunté una, sino dos veces, aunque la primera ni yo mismo me oí. Ni siquiera salió entera de mi boca. Estaba muerto de miedo. Más que temblar, se me empozó la voz. Tampoco ayudaban mucho las prisas. Aún no sabíamos muy bien qué estaba pasando, pero ya se abalanzaba contra las puertas de la ciudad una avanzadilla de los nuestros y en seguida circuló entre la tropa el grito más eficaz, ese que acelera la sangre de los soldados y les licúa los intestinos: "¡A las armas! ¡A las armas!". Corría la orden de boca en boca como una bacteria letal. Quizá la muerte traiga consigo un silencio bendito y eterno, pero sus preparativos son de un estrépito insoportable. Dios mío, el chasquido de armas y armaduras antes incluso de la batalla, ese fragor irritante, tan enloquecedor que incluso ahora, pasados ocho siglos y un lustro de propina, me resulta imposible no asociarlo a un olor de chamusquina metálica.

"Pero, señor- ¿cómo vamos a saber?". Se me quedó la pregunta así, a medias, y parece imposible que mi voz alcanzara los oídos de Amalric, pero recuerdo que clavó en mí una mirada desconfiada, de cuello encogido y ojos danzones, como quien intuye apenas la levedad de un ruido y sospecha que pueda provenir de un animal venenoso. Sin embargo, en seguida se dio media vuelta para atender a otros mensajeros que lo acosaban con palabras mucho más urgentes y menos incómodas que las mías. No le llevaban preguntas, sino noticias: los sitiados habían cometido el error de abrir las puertas para responder con insultos y bravuconadas a alguna provocación de los nuestros y éstos, ansiosos, sin esperar órdenes, se habían lanzado tras ellos y habían conseguido colarse en la ciudad. Béziers, la orgullosa, la ciudad más antigua de Francia, violada.

Era el 22 de julio de 1209, miércoles, día de nuestra santa Magdalena. Apenas llevábamos una jornada entera ante los muros de la ciudad. Habíamos partido dos días antes desde Montpellier, después de saber que los 222 cátaros refugiados en Béziers se negaban a entregarse con todos sus bienes. Peor aún: la ciudad los protegía.

Su Santidad, el Papa Inocencio III, nos había garantizado la indulgencia plenaria si acabábamos con los herejes. Éramos muchos y dábamos miedo. Ustedes no han conocido a Arnaud Amalric, el generalísimo. Lástima que no viviera en tiempos de los hunos; Atila se hubiera tenido que inventar otro camino para llegar a Roma. A mí y a la docena de hombres que seguían mis ordenes nos mandó arremeter con el ariete contra el gran portón de madera forrada de hierro, que ya había vuelto a cerrarse. Y entonces, al ver que el general me daba la espalda, apretaba el paso y convocaba a los responsables de escalas, catapultas y ballestas para adjudicarles sus órdenes respectivas, solté un grito del que ni siquiera ha podido redimirme el arrepentimiento acumulado en los 805 años transcurridos desde entonces: "¡Señor!".

¡Señor! Como quien invoca al mismo Dios.

Me pareció un milagro que