Es tan bueno que ya no escribe» solían decir en México para definir a Juan Rulfo, que solo con un par de libros publicados en vida, Pedro Páramo (1955) y la colección de relatos El llano en llamas (1953), ambos de poco más de cien páginas, siempre ha despertado la admiración general ante lo que no se acaba de comprender del todo, frente a esa excelencia que emana de lo escaso y raro. De ahí al mito, un paso.

Una década antes de que el llamado boom lanzara mediáticamente a un puñado de escritores latinoamericanos encantados con los focos de la fama (y todavía no habían llegado las portadas de ¡Hola!), el mexicano, padre espiritual de todos ellos, se escondía tras una timidez superlativa y un silencio acorde con su parquedad a la hora de conversar. Cuenta Elena Poniatowska que la primera vez que le hizo una entrevista Rulfo tardó media hora en contestar a la primera pregunta. Luego habló poco pero con razonable fluidez. «No soy tímido, sino de mecha retardada», solía justificarse con su impasible sorna.

México celebra el centenario de su nacimiento, que se cumple mañana, y lo hace a lo grande con unanimidad respecto a su valía y también con roces con la Fundación Rulfo, que se ha arrogado la posesión de su lectura canónica. Años antes, la misma fundación, a la que pertenecen varios herederos, quitó el nombre del escritor del más prestigioso premio de América Latina al ganarlo Tomás Segovia, con el argumento de que el poeta «había hablado mal de Rulfo».

LIBRO CURIOSO Y POLÉMICO / A este lado del Atlántico, tenemos las nuevas ediciones de su obra publicadas por RM, sello mexicano con distribución en España. Y también un curioso libro, Había mucha niebla o humo o no se qué (Random House), un cruce de biografía, crónicas de viaje, crítica literaria y biografía firmado por la escritora mexicana Cristina Rivera Garza que -de nuevo- ha despertado las iras de la fundación. «La familia del autor está en su derecho a tratar de llevar adelante su visión específica, pero los lectores de Rulfo tenemos derecho a compartir nuestras impresiones con otros lectores cuidadosos», asegura Rivera Garza, que en su valoración defiende, por ejemplo, la capacidad del autor para dejar guiños en su obra a lo que hoy denominamos sexualidad alternativa. Quizá sea este Rulfo queer el que ha molestado más, pero sus machos emasculados, sus alusiones a la menstruación y la ambigüedad de sus voces están ahí, presentes en sus textos.

Pero vamos por el principio. «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre». Así comienza Pedro Páramo, piedra angular ficcional de la mexicanidad. Comala está poblado por los fantasmas de los muertos, únicos habitantes del lugar, como para indicarnos que la vida campesina mexicana se sitúa al margen de la historia, y con ella, el país entero.

La lectura de Pedro Páramo no es fácil. Sencillamente hay que dejarse llevar por las emociones, por su misterio. De hecho, el título de la obra de Rivera Garza, una cita directa de la novela, muestra la forma brumosa de su lectura: «En el fondo subyace la idea de que si la literatura se propusiera hacer más sencillas las cosas o resumirlas, no serían necesarios los libros. En el caso de Rulfo, su labor como escritor es identificar un enigma. El resolverlo o no forma parte de la complicidad entre lector y autor».

El gran misterio de la vocación bartlebyana, ese preferiría no hacerlo, ha tenido no pocas teorías. Su biógrafa, la argentina Reina Joffé, sostiene que el autor fue muy consecuente a la hora de valorar su obra y, ante la posibilidad de aportar textos muy inferiores a los ya escritos, prefirió el silencio. Él lo explicaba de una manera más graciosa: «Se murió mi tío Celerino, que era quien me contaba las historias». Para Rivera Garza su silencio tiene una explicación más prosaica. «Debemos considerar su actividad artística en términos más amplios: él fue fotógrafo, guionista de cine, participó en estudios antropológicos. Pero también, y eso es muy importante, es un hombre que debe mantener a su familia».

CRECER HACIA ADENTRO / A diferencia de tantos autores, Rulfo es un hombre que viene del campo y en ese origen está su imaginario telúrico. Es inevitable pensar en el asesinato de su padre cuando él tenía 5 años y en la posterior muerte de la madre, que lo llevaron a un orfanato, como el núcleo duro de sus historias. Por eso el chico creciera hacia adentro: observador, solitario y lacónico. Emigrar a la capital, donde siempre se sitió un pueblerino, tampoco le ayudó. Vivió una soledad total, pese a que fue allí donde fundó una familia. «Ya sé que todos los hombres están solos, pero yo más -confesó a Poniatowska-. Mi abuela no hablaba con nadie, esa costumbre de hablar es del Distrito Federal, no del campo. En mi casa no hablamos». Esa vocación ensimismada implica una pregunta más. ¿Cómo es posible que un hombre tan desconectado del mundo, con apenas tan pocos estudios reglados, sea tan moderno y vanguardista? Rivera Garza apunta a que fue precisamente por eso: «Por no estar en la cumbre de las jerarquías culturales». Rulfo murió en 1986 -tres años antes recibió el Príncipe de Asturias- sin dar respuesta a la pregunta del millón: ¿Por qué ese silencio?