«Nunca escribió sobre cámaras de gas, nunca escribió sobre ejecuciones, sobre fosas comunes, atrocidades y experimentos con seres humanos. Escribió sobre los supervivientes antes y después. Escribió sobre personas que no sabían lo que les iba a suceder. Evitó las representaciones gráficas del Holocausto para describir su efecto en los personajes». Así habla el escritor israelí Amos Oz sobre su colega, el novelista judío Aharon Appelfeld, fallecido ayer a los 85 años y quien de niño sobrevivió al exterminio nazi.

Llegó solo y con 13 años, en 1946, a una Palestina aún bajo mandato británico y se convirtió en uno de los mejores escritores israelís del siglo XX, con 46 libros escritos en hebreo y publicados en más de 30 lenguas. Appelfeld, nacido en 1932 en Czernowitz (Rumanía, hoy Ucrania), en una familia liberal, culta y de habla alemana, vio con 8 años cómo los nazis mataban a su madre y a su abuela. Él y su padre fueron deportados a un campo de concentración del que se escabulló sobreviviendo tres años en los bosques ucranianos, donde fue adoptado por un grupo de criminales y prostitutas (episodio que noveliza en Flores de sombra, en Galaxia Gutenberg). Fue pinche para el Ejército ruso hasta que al fin de la guerra pasó por campos de refugiados en Italia y acabó en un kibutz israelí.

«Yo crecí durante el Holocausto, en el gueto, en el campo, en el bosque [...] Todo esto me formó», afirmó. Aquella infancia huérfana y desolada impregnó todas sus historias de ficción -Tzili, historia de una vida (Galaxia Gutenberg), Flores de sombra o Adam y Thomas (SM) son ejemplos-, aunque su literatura también narraba las vidas de los judíos en la Europa de entreguerras y la ingenuidad de su pueblo ante el Holocausto (Badenheim 1939). Pero le irritaba que se le calificara como un autor del Holocausto porque su literatura nunca fue un testimonio de la persecución nazi. Sus novelas no eran su vida, repetía, sino un intento de comprender lo que le ocurrió y por qué. Hablaba de «lo que nos hace humanos, el miedo, el amor, el odio», para «comprender al hombre», escribió en sus memorias, Historia de una vida (Península).

Con celo autodidacta estudió en la universidad, fue profesor de literatura y recibió numerosos premios, pero nunca se libró de su infancia: de ella conservó el recelo en el cuerpo y los silencios de la guerra. Cosas como «el hambre, la sed y el miedo a morir», decía, «hacen superfluas las palabras». Por ello, pensaba, «las cosas profundas se transmiten por el silencio».